<
>

Una no-crónica de la no-regata

No hubo regata por falta de viento ESPNdeportes.com

WEYMOUTH -- Apenas bajé de la estación de tren en Weymouth ya había encontrado una certeza: aquello no era Londres. Estaba lejos, en efecto, a 191 kilómetros de la capital inglesa, pero la distancia se extendió a un mundo apenas posé los ojos en ese pueblito costero, con pocos metros de centro, un par de pubs, una playa cercana y barcos, cientos de barcos atracados como dejando en claro que la náutica es sinónimo permanente de su mar rural.

No es, obviamente, una gran urbe, sino apenas una más de la extensa cadena de sedes de estos Juegos que no están en la ciudad de los Juegos. Allí se lleva a cabo el yachting, la vela, si prefieren. Sailing, dicen en inglés. La posibilidad de una medalla de la dupla argentina compuesta por Juan De la Fuente y Lucas Calabrese me llevó hasta allí con la ilusión de contemplar una regata definitoria.

Y hasta ahí también llegar todos los turistas del sudoeste de Gran Bretaña, sin tantas posibilidades de acceder a las citas centrales del estadio olímpico, el velódromo o el natatorio. A su manera, se trató de una renovación: las tres horas de tren me regalaron una cantidad insólita de familias, señoras y muchachos oriundos de Winchester, de Bournemouth o de Southampton que atesoraban sus tickets para lo que sería su única posibilidad de presenciar los Juegos.

Después de tantos días entre la multitud deportiva, la piel del testigo se va haciendo más gruesa. Uno deja de sorprenderse y se resigna a las masas que caminan, van y ven. Esto era otra cosa, tenía otro ritmo y dejaba valorar a escala humana el impacto de una única competencia en la vida de un espectador.

El pequeño pueblo era un sueño soleado. A la salida de la estación, los anillos olímpicos daban la bienvenida al viajante extraviado y aclaraban lo que resultaba difícil de creer: sí, acá también están los Juegos.

Desde la estación, un bus hasta la marina de Portland, un pequeño puerto maravilloso en el que debían competir las categorías 470 y Elliot. Después del madrugón, logré llegar un par de horas antes a una carrera que no arrancaría hasta las 13. O eso creía yo, porque en realidad ya no arrancaría.

La desesperación empezó a apoderarse de mi inexperiencia náutica cuando escuché el primer anuncio. "Pospuesto por falta de viento". No llega a los cinco nudos, dicen. Imposible levantar una vela, dicen. Las banderas ni se mueven. Debí haberlo supuesto, realmente, dado que el sol brillaba demasiado claro y -contra toda predicción- no hacía nada de frío incluso al lado del océano.

Un par de paseos por el predio me confirmaron la posibilidad que esperaba: un par de botes dispuestos para la prensa en los que podría subirme a seguir la prueba de cerca. En eso andaba cuando escuché a un reportero italiano reporteando a un atleta de su país. "Hace cuatro años nos entrenamos acá y es la primera vez que no hay viento", explicó y comenzó a sentenciar lo que se venía construyendo.

Algunos periodistas argentinos fueron arribando al lugar. Conte y De la Fuente charlaron un rato con todos nosotros. El contraste entre la pareja resultó hasta cómico: uno parece un poco malhumorado y contesta las preguntas casi con desgano. El otro habla, y habla bien, pero tiene un tono algo afectado y dice cosas como "¿Nervioso por la posibilidad de una medalla? No, yo no, si ya tengo una. A lo mejor él está nervioso", mientras señala a su compañero de equipo.

El rumor fuerte era que, de suspenderse la regata, se mantendrían las posiciones. Era sólo un rumor. Según se confirmó más tarde, los argentinos deberían defender su posición en la cancha al día siguiente. En caso de suspenderse nuevamente entonces sí, se congelarían los puestos del momento en que se corrió por última vez: eso les significaría un podio, pero sacado del escritorio burocrático de la desilusión.

La tarde fue pasando con el ahogo digno de la falta de brisa. "Ojo, que arranca en media hora", anunciaba alguien desde Buenos Aires, obligando a una doble reflexión:
1-¿Ojo a qué?
2-Si yo estoy acá, y él está allá, ¿cómo puede saber que empieza en media hora si acá nadie sabe nada?

Los botes de los competidores, estacionados fuera del mar hasta el arranque de la acción, ni siquiera dejaron la tierra. Tres horas de tren, mientras todo pasaba en otro lado, parecían dirigirse directamente al tacho.

No hubo signos de impaciencia. Apenas resignación, gente sin camiseta y sin zapatos tratando de aprovechar el sol. Un camarógrafo dormido en el césped mientras escuchaba música. Una dulce espera. El disparo que anunciaba la suspensión definitiva sonó a las 16.30. Todos los esperábamos.

El retorno fue algo crudo, porque todos volvimos al mismo tiempo. Hubo que andar parado en el tren. Disfrutamos del paisaje, sí, pero ni siquiera se pudo ver un minuto de deporte: la única frustración más difícil de digerir que una derrota.