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Christian Benítez, demonio entre ángeles

Christian "Chucho" Benítez junto a sus hijos celebraba su último cumpleaños @Chucho_B11

CHICAGO -- El impacto fue demoledor. Christian "Chucho" Benítez ha muerto a los 27 años de edad.

El Twitter se ha convertido en un heraldo imperfecto, pero en una arpía perfecta: transmite las maravillas y las tragedias en el mundo en la milésima de segundo de un trino. Y algunos de esos cantos brutales, entre la trivialidad de su oleaje, duelen, consternan.

La vida del ecuatoriano Christian Benítez era un vergel: un Mundial lo esperaba en menos de un año; consumaba la tranquilidad como jefe de familia de haber asegurado el futuro de sus hijos; sumaba la veneración de la mayoría de los mexicanos; le honraba el solazamiento de los ecuatorianos por ver a uno de los suyos escalar su propio Everest, vedado y vetado para la mayoría.

A los 27 años, Benítez había construido su propio atalaya.

Su vida empezaba a rozar la perfección, aún con el hecho de emigrar al futbol de Catar, donde sacrificaba su desarrollo profesional por consumar el desarrollo de sus obligaciones como cabeza de un clan. Porque, cuidado, él no emigra de México a Catar por voraz obsesión hacia el dinero, él emigra por amor a una familia a la que él sabía que le garantizaba seguridad económica.

Hipócrita, advenedizo, oportunista, será quien se atreva a separar de tajo la personalidad del goleador ecuatoriano, para hablar sólo de sus bondades sin hablar de sus demonios. Porque Chucho Benítez era un atleta perfecto y perfeccionista, pero, como todos los que se embeben de la gloria, también tenía deslices, que lo desafiaban a reafirmar su grandeza.

Es decir, citarlo y situarlo como el portento de futbolista y jugador que fue, sería injusto hacia el mismo Chucho Benítez, sin vincularlo inevitable y necesariamente, con el jugador egoísta, con el vehemente delantero posesivo, obsesivo, que amaba el paraíso perfecto de la cancha y al que se consagraba a plenitud.

Y el americanismo lo sabe, porque lo sufrió, porque fue manipulado de manera consciente o inconsciente por esos ires y venires de la personalidad de Chucho.

Hizo que el Estadio Azteca lo repudiara, lo castigara, lo vituperara. Y en su momento, cuando era necesario, hizo que el Estadio Azteca se congraciara con él, venerándolo, vitoreándolo, haciéndolo sentir como el epitome del americanismo.

En su cuenta de Twitter deja la herencia, el legado, el usufructo genuino de quién era Chucho Benítez, quién quería ser Chucho Benítez, y la única devoción por ser Chucho Benítez.

Es una fotografía con un magnífico pastel en su cumpleaños, y sus hijos, uno de cada lado, con un beso en las mejillas. "Mis dos amores y yo, con la torta de mi cumpleaños".

Esta imagen es un despropósito tangible: es un ritual perfecto de la intimidad de su familia, pero es también una postal flagelantemente irrepetible.

No habrá más torta ni más cumpleaños, y el último beso de sus hijos lo recibirá este 29 de julio de 2013.

Esa postal, que ya da la vuelta al mundo, en una retrospectiva de su entorno, es un contraste de júbilo y de tormento: para recordar cómo a Chucho Benítez le gustaba vivir, y para recordar cada aniversario, la forma en que ya no pudo volver a vivir.

Y los hijos, en un calvario reciclable de cada día, sabrán entonces la aflicción inmensa por los besos que no dieron y que ya nunca volverán a dar.

Tal vez la muerte de Chucho Benítez estaba anunciada. Había construido su Edén en la Tierra. Había usurpado el privilegio divino de montar su propio Paraíso en la Tierra. Y Dios pudo sentirse celoso. Porque Christian había edificado un mundo tan perfecto entre los mortales, que ya quedaba poco por darle entre los mortales.

Sólo le faltó jugar ese Mundial de Brasil, al que habría irrumpido seguramente con la plenitud de su futbol, llamado a ser figura, con todo su egoísmo, pero con todo los privilegios físicos y técnicos del futbolista, y, por encima de todo, con ese linaje de conquistador indomable mientras tenía la pelota en los pies.

Escribió Leonardo Da Vinci que "así como una jornada bien empleada produce un dulce sueño, una vida bien llevada causa una dulce muerte". Puede ser cierto. Eso no lo hace menos doloroso. El consuelo no existe en el dolor; el consuelo ni siquiera existe en la resignación.

Y en el América debe haber profunda desazón. Viene a la memoria el drama de Salvador Cabañas, donde el hombre sobrevive perfectamente, pero el jugador es una memoria hecha monumento. Y ahora Chucho Benítez.

Los detractores del americanismo recapitularán diciendo que Cabañas seguiría en la perfección futbolística si las Águilas lo hubieran dejado ir a Europa un mes antes del atentado; y le reclamarán que si no hubieran dejado ir a Benítez a Catar, seguro seguiría con vida.

El destino no está en manos de nadie, aunque cada amanecer los seres humanos queramos jugar al ajedrez con él. Siempre, los seres humanos, tendremos las piezas negras, lo que significa que iremos un movimiento detrás de la fatalidad.

Decía Alphonse de Lamartine, poeta francés, que "a menudo el sepulcro encierra, sin saberlo, dos corazones en un mismo ataúd".

Deberá, el féretro de Chucho Benítez, dar cabida a miles de corazones hechos sepulcro.