Alejandro Caravario 10y

Goles controlados

BUENOS AIRES --
Históricamente, la legalidad en el fútbol estuvo subordinada al ojo del árbitro. Un tribunal precario, que sólo contaba con la tímida ayuda de los jueces línea (ahora asistentes), no siempre dispuestos a comprometerse con las decisiones.

Así se cometieron injusticias y trampas memorables. La mano de Dios de Maradona (hubo otra, profana acaso, ante los rusos, en 1990, que mereció la sanción de un penal), el falso gol de Hurst en 1966 que abrió el camino al título trucho de Inglaterra (acá sí metió la cola el árbitro asistente), el caso inverso con Lampard de protagonista, 44 años después, toneladas de posiciones adelantadas en jugadas cruciales...

La lista, sólo en los Mundiales, donde se supone que se concentran los mejores árbitros, es extensa y alimenta la mitología deportiva y las quejas retrospectivas.

Pasados los años, y a la vista de los ejemplos proporcionados por otros deportes, se le reclamó al fútbol la incorporación de tecnología (léase cámaras estratégicas) para mitigar estos errores. Por lo menos los más gordos, aquellos que modifican los resultados o consagran campeones en contra de todo mérito.

Finalmente, la FIFA decidió autorizar para el Mundial de Brasil el uso de cámaras (exactamente 14 por estadio) que determinarán si la pelota atraviesa la línea del arco.

El sistema prevé que los jueces, mediante un reloj pulsera, reciban con una vibración el veredicto del jurado electrónico.

El Goal Control, que así se llama, capta 500 cuadros (frames) por segundo en imágenes 3D y fue testeado 2.400 veces antes de la competencia. Es decir que la certeza de sus registros es del ciento por ciento. Sólo se limita a despejar un interrogante muy esporádico, pero es un buen comienzo.

Con los recursos económicos del fútbol, la adecuación de la tecnología a las necesidades arbitrales no debería ser problema, por lo menos en un Mundial.

Pero el cambio de hábitos no tiene como eje la tecnología, elemento estable de la vida cotidiana de todo el mundo, auxilio con el que el público está familiarizado y al que opondría nula resistencia.

El criterio a desmontar es el que focaliza la autoridad en los árbitros y, a contrapelo de cualquier noción de justicia (la aplicación cabal del reglamento también es justicia), hace sus fallos inapelables. No existe instancia de revisión, no existe segunda opinión. A llorar a la iglesia, como decían en el barrio.

El argumento romántico de que la tracción a sangre (el error humano de los réferis) preserva algún tipo de pureza deportiva o consolida una tradición es un pavada. Ni aquellos que de tanto en tanto la exhuman creen en esa cháchara.

Además de sumar cámaras, sensores, computadoras y satélites, es necesario transformar este curioso concepto de autoridad. Más que reforzar su predicamento, la imposibilidad de chequear sus observaciones (que se producen en décimas de segundo y desde puntos de vista no siempre óptimos) torna a los árbitros más vulnerables.

Que la tecnología (y los colegas) les echen una mano no sólo cuando se duda de un gol. El costo a pagar es sólo una pequeña y aislada demora en el desarrollo del partido.

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