Bruno Altieri 10y

El más grande de todos los tiempos

SAN ANTONIO -- Manu Ginóbili corre hacia el centro de la cancha. Levanta los brazos, abraza a Gregg Popovich, se toma la camiseta e intenta ocultar su emoción. Llega Many, su mujer, y todo es alegría. Está desbordado, noches enteras de insomnio, de obsesión, de angustia desparramadas sobre el parquet del AT&T Center.

Manu, el pibe que nació en Bahiense del Norte, el que supo despertar a tiempo mientras el resto dormía, intenta entender cómo puede haber sucedido esto nuevamente. Ha pasado más de una década desde el primer título, pero, con él, el tiempo ha sido generoso. No sólo lo ha cobijado contra los desmanes lógicos, sino que le ha entregado nuevas armas. Lo ha fortalecido. Ginóbili se pregunta a sí mismo por qué él y no otro. Lo hace para dentro, no lo exterioriza, pero se permite la incredulidad de aquellos que necesitan una respuesta para todo. Aquí, de todos modos, no se trata de azar ni de elección divina: es una vida llena de trabajo que ha entregado el pago por mañanas, tardes y noches de esfuerzo.

Verán, el talento por sí solo conduce inevitablemente al fracaso. El trabajo, como único recurso, permite alcanzar logros, pero siempre son limitados. La perseverancia, sin acompañamiento, puede ser el camino a la obstinación desmedida. La combinación de las tres cosas, utilizándose de manera sinérgica, conducen al éxito inevitable. Ginóbili ha sido eso desde la cuna.

El escolta argentino ha dado otro paso en su carrera hacia la eternidad. Es, a mi entender, el deportista argentino más grande de todos los tiempos, porque a diferencia de otros atletas sobresalientes, Ginóbili fue el único en crear un mundo que no existía para su país en el deporte moderno: fue protagonista y escenario al mismo tiempo, símbolo de un grupo de genios que permitieron correr el límite preexistente día tras día, alcanzando lo insospechado repetidas veces. Manu, con sus propias manos, transformó lo imposible en probable. Y a medida que fue creciendo, derribó barreras y convirtió aquellos sueños en hechos. En definitiva, Ginóbili fue, con una dosis infrecuente de mesura, valores y normas de conducta, el abanderado que quebró para siempre el paradigma de inferioridad que existía sobre el básquetbol argentino respecto a otros países más poderosos.

Manu lo logró primero desde su país hacia el mundo, como símbolo del equipo nacional -la generación dorada-, que puso el básquetbol a sus pies en Indianápolis 2002, al derrotar por primera vez a una selección estadounidense de jugadores NBA, diez años después del nacimiento del equipo de los sueños en Barcelona 1992. Y luego, como una consecuencia de esto, puso las bases en 2003 para que la NBA fuese de Argentina. San Antonio hoy es, gracias a Ginóbili, una ciudad color albiceleste.

Su comportamiento profesional, dentro y fuera de la cancha, le permitió obtener vigencia en un puesto de escolta que ha visto desaparecer a colegas brillantes que apenas pasaban los 30 años. Jamás tuvo temores a la hora de competir ni reservó energías. "Manu no es Michael Jordan, pero tiene la mentalidad de Michael Jordan", dijo a ESPN Bruce Bowen, ex compañero de Ginóbili en los equipos de campeonato de 2003, 2005 y 2007. Y esto es absolutamente real. Innegable. No conozco competidor con la convicción de Ginóbili para salir a una cancha. Es el único jugador capaz de reinventarse en una misma noche: pasar de la frustración a la esperanza en un abrir y cerrar de ojos, como si fuese tan fácil como encender una perilla.

Ginóbili ha obtenido su cuarto anillo de campeonato NBA. Hay jugadores sobresalientes que se pasan la vida buscando esto y jamás lo consiguen. Y lo ha hecho en plano protagonista, a punto de cumplir 37 años. Cuando él llegó a la Liga, los argentinos se emocionaban con sólo verlo segundos en cancha. Ni hablar si lograba anotar un doble. Hoy, tras más de una década en la NBA, él ha conseguido que eso no sólo sea natural, sino que por momentos luzca insuficiente. Fue creando el camino que él mismo luego transitó. En el básquetbol internacional, Manu fue campeón olímpico con Argentina en 2004, subcampeón mundial con su selección en Indianápolis 2002, campeón de Euroliga con Kinder Bologna en 2001, de la Lega de Italia en el mismo año, Copa de Italia en 2001 y 2002...

Ginóbili ahora se une a sus compañeros. Festejan, en el medio de la cancha, y forman un abanico blanco y negro que se extiende sobre la estructura que la organización de la NBA monta, en escasos minutos, sobre el parquet del AT&T Center. Cuerpo técnico, jugadores, dirigentes. Los Spurs vuelven a celebrar un título y esta vez es la primera oportunidad que se produce en año par, quebrando el maleficio repetido hasta el hartazgo por los analistas NBA. Manu grita, salta, está feliz, y no es para menos: casi un año después del triple de Ray Allen, la reivindicación finalmente ha llegado. "Teníamos en nuestra mente lo que había sucedido el año anterior, y por fortuna logramos ganar en esta revancha", dice, por los altoparlantes del estadio, y los fanáticos se desviven ante su ídolo. Hay que tener mucho coraje para regresar de un golpe así sin evidenciar secuelas que, sin dudas, están y estarán para siempre. El alma deportiva, nacida en la mente de Gregg Popovich, logra purificarse con esta clase de redenciones.

Un muchacho se acerca corriendo con la camiseta argentina. Está de paso hacia los festejos, que colmarán las calles de San Antonio hasta altas horas de la noche. Tiene el 5 grabado en la espalda junto al apellido: "Ginóbili". Le hablo en castellano pero me dice que no entiende español. Es estadounidense. ¿En qué momento ocurrió esto? ¿Un ciudadano estadounidense vistiendo la camiseta del seleccionado de Argentina? "Nosotros amamos a este hombre. Es nuestro corazón", dice. Y sigue su camino.

La caravana corre ahora rumbo al vestuario. Dentro es un mundo de cámaras, micrófonos, periodistas. Los casilleros están cubiertos de punta a punta con nylon para evitar los desmanes propios del champagne, todo un clásico en esta clase de festejos. Manu, envuelto en una bandera argentina, con remera y gorra que explican el quinto título de la franquicia en su historia, atiende a la prensa. Alejandro Montecchia, flamante analista de ESPN, sonríe desde el palco de transmisión y mira su reloj: quiere terminar su trabajo rápido para poder ir a abrazar a su amigo. Entiende, desde la humildad, que el éxito de Ginóbili es el éxito de todos ellos, de ese grupo de notables que alguna vez soñaron despiertos que un mundo diferente, deportivamente hablando, podía ser posible.

Hemos sido todos testigos de lo que hizo Ginóbili por el básquetbol nacional en sus 18 años de carrera profesional. Hay que tener mucha, pero mucha suerte en la vida para ser contemporáneos de un jugador de esta naturaleza, capaz de destrozar el orden establecido con la frialdad de un revolucionario. Puso el juego patas arriba y lo reescribió. Dar un paso atrás en función del equipo, resignar protagonismo en pos del triunfo, dignificar el éxito y la derrota sin elogios ni excusas desmedidas. Mandamientos de un jugador que jamás olvidaremos. Máximas de un basquetbolista que servirá de ejemplo para futuras generaciones.

Ginóbili, el constructor de los sueños impostergables, lo ha vuelto a conseguir. El chico nacido en Bahiense del Norte, que lloraba por sus problemas de estatura en su casa de Pasaje Vergara 14, se abraza hoy al genio de San Antonio Spurs. Los límites, a sus casi 37 años, vuelven a correrse un poco más allá. Bahía Blanca disfruta, una vez más, de su hijo pródigo.

La leyenda del deportista argentino más grande de todos los tiempos escribe un nuevo capítulo.

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