Alejandro Caravario 10y

¿No deberían suspender a Robben?

BUENOS AIRES -- Holanda es una de las potencias del Mundial. Oda al pragmatismo, la fuerza en la marca y el contragolpe son sus claves elementales para despachar rivales. Dentro de ese dispositivo, el zurdo Arjen Robben resulta fundamental.

Vecino estable de la banda derecha, su velocidad, potencia, remate y sagacidad para abrir espacios cuando las defensas se cierran son el argumento ofensivo más categórico (y temible) del equipo naranja.

Él solo arrea oponentes como ganado sumiso. Es un portento. Aunque, a decir verdad, luego del encuentro ante México, debería estar purgando una suspensión.

Quizá no tan drástica como la de Luis Suárez, pero igualmente demostrativa de que la FIFA, tal cual proclama en discursos y banderas, protege con celo el fair play.

Con el enorme caudal futbolístico de que dispone, Holanda, sin embargo, continúa en la competencia gracias a un error grave del árbitro portugués Pedro Proença, error inducido con malicia y en contra del espíritu deportivo por Robben.

El mejor delantero holandés tiene por costumbre fingir infracciones. Ha pulido un estilo casi coreográfico en eso de zambullirse de panza y poner cara de tragedia.

Proença ignoró algunas de sus simulaciones (sin mostrarle tarjeta), pero compró la última. La que determinó que México se fuera a casa por un penal inexistente.

Con su entrenador a la cabeza, los mexicanos se quejaron con amargura por la decisión que les cortó las alas. Claro que, en el fondo de sus corazones desolados, saben que las injusticias (la torpeza humana de un árbitro que premia ardides y castiga indirectamente el juego limpio) son parte cotidiana del asunto.

La falla del árbitro no tiene redención. El resultado no se rectificará. Pero la FIFA, que ha exhibido su látigo hace pocos días, tiene una gran oportunidad de corroborar que la expulsión de Luis Suárez no fue saña ni ceguera, sino la custodia de los valores deportivos.

Es cierto que en esta oportunidad no hubo sangre, ni fractura, ni la grotesca dentellada del uruguayo. Aunque sí se apeló a la trampa y el engaño para obtener una ventaja.

Ni siquiera fue la reacción agresiva de un futbolista descontrolado, sino una transgresión fríamente prevista. La trampa como método. Y el perjuicio deportivo es claramente más grave que en el caso de Suárez.

Porque la farsa ejecutada con dudosa eficacia (sólo un tipo ingenuo como el juez de Portugal es capaz de creer que medió una infracción en la caída aparatosa de Robben) signó el destino de los dos equipos en disputa.

¿Qué habría ocurrido si Proença no pitaba el penal? Tal vez habría ganado Holanda en el alargue o los penales de todas maneras. Nunca lo sabremos.

Lo verificable en términos históricos es que una dañosa picardía, que los árbitros suelen castigar con tarjeta amarilla, permanece impune.
Si la FIFA no interviene de oficio –considerando incluso las declaraciones del futbolista, quien reconoció su inclinación a la impostura– convalidará la ilegalidad.

No sería la primera vez, desde luego, pero la condena a Suárez ha dejado a los dueños de la pelota más expuestos que en el pasado.

No es necesario devolver a Robben a Holanda; sí dar señales de que las conductas torcidas no cuentan con el aval de la FIFA.

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