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Viendo a Argentina en el cine

BUENOS AIRES -- Ver una semifinal de Copa del Mundo en un cine es toda una experiencia. Queridos lectores, ayer viví uno de los momentos más felices de mi vida, acompañado por miles de familias, niños saltando, jóvenes adolescentes con las hormonas en plena ebullición, jubilados que recordaban las épocas de Di Stéfano, etc. ¡Un placer, bien gracias!

Por esas vueltas alocadas de la vida, ayer tuve una tarde patria de novela. Mis hijos, luego de comer el tradicional locro, no tuvieron mejor que ir a ver el partido en el cine Gaumonth.

Pantalla gigante, gratis, regalo de pelotas para los niños, la cara de Cristina en todas partes...

Tuve que apechugar e ir a encontrarme con la gran familia argentina. El cine completó sus 1200 butacas. Literalmente explotaba de fervor popular y futbolero. Confieso que me sentía ahogado, solo y triste, pese a la cantidad de gente a mi alrededor.

Deseaba profundamente que nadie gritara, nadie hablara, nadie tocara cornetas. Ansíe con todas mis fuerzas estar en el living de mi casa, solo, con una Coca Cola en la mano.
Pero iba a ser una tarde durísima para mí. Lo que, a simple vista, era una salida familiar, se convirtió en una pesadilla dantesca. A cada jugada de Argentina me estallaba el corazón, me faltaba el aire...

Los holandeses fuertes como toros, pegaban más de la cuenta. Pisaban, cabeceaban, empujaban a lo loco. Nadie cobraba nada. La gente gritaba a mi alrededor, mis hijos me pedían pochoclos, garrapiñadas, globos, chicles, alfajores, coca colas, agua mineral, caramelos confitados. Argentina atacaba con las corridas del Pocho Lavezzi y del gran Enzo Perez.

Empatados, todos gritando por Mascherano. Hasta que llegaron los penales y me levanté. Salí propulsado del cine hacia la calle. Mis hijos me gritaban ¿papá a dónde vas? Al carajo, les dije.

En la vereda pude respirar, en la parada del 151 y el 168, justo enfrente del cine Gaumonth, había muchos fumadores, mordiéndose las uñas. Respiré en paz, feliz de salir de esa locura futbolera. La noche estaba preciosa y vi una pantalla gigante en el Congreso, que gritaba los goles en revival. Escuché al pueblo, sin eufemismo lo digo, el pueblo concreto gritando los goles de penal.

Al final todo terminó y Argentina pasó a la final del Mundo. Mis hijos salieron del cine corriendo, gritando como locos. Me asusté, pensé que un comando brasileño había puesto una bomba en el cine. Era el final de todo, el final más feliz, el final soñado por miles de argentinos.

Respiré y sentí la paz del trabajo concluido correr por el interior de mi cuerpo. Estábamos otra vez en la final después de 25 años. Parecía una película, valga la redundancia.