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El otro, el mismo

BUENOS AIRES -- Riquelme es una de esas criaturas en vías de extinción. Alguien capaz de conservar un gran protagonismo aunque ya no vista la camiseta más popular de la Argentina y haya pasado a las filas de un club de la B Nacional.

En su debut en Argentinos Juniors, donde hizo las divisiones inferiores pero jamás había jugado en primera, imantó la atención del público local, entusiasmado como pocas veces con las posibilidades del equipo, y sumó a los imparciales. Algunos famosos, como Ramón Díaz, que se arrimó hasta los vestuarios para desearle suerte, y muchísimos anónimos, que multiplicaron el encendido de televisión.

Algunos querían ver a Argentinos; los demás, a Riquelme. Ese tipo de vínculo con el hincha puro, el hincha de los buenos jugadores, sólo lo construyen los elegidos. Pocos exceden el coto delimitado por los colores de un club.

Y Riquelme estuvo a la altura. Jugó un gran partido, si se considera su falta de ritmo y cierta fragilidad física de las últimas temporadas, y metió el gol de la victoria, aunque con algo de ayuda involuntaria del arquero de Boca Unidos, Matías Garavano.

Además colocó sus pases filosos y se distrajo con algún taquito para deleite de la tribuna, que ya corea su nombre. Una película feliz.

Lo más destacable, de todos modos, fue su intención de reciclarse. De abandonar, al menos en este partido, su lugar de administrador exclusivo del juego, para tomar una posición más periférica, pero también más ofensiva.

En lugar de estacionarse en la mitad de la cancha para imponerle un acento moroso al andar de Argentinos –una conducta esperable–, se volcó sobre el lateral izquierdo, para comandar desde allí los contraataques.

Aunque sin los reflejos de los años juveniles, resultó más picante y profundo que cuando tenía como prioridad establecer la pausa, aplacar el vértigo y distribuir pacientemente la pelota.

Quiero decir: a pesar de que el cartel le sobra como para vivir de la precisión de su botín sin recorrer tantos metros –y mucho menos los metros calientes–, Riquelme asumió una tarea más esforzada y riesgosa.

Quizá en esta variante tiene que ver el Bichi Borghi, entrenador de suma inteligencia (y con un pasado de futbolista de trazo fino como Román), quien puede haberle recomendado apartarse de la zona de mayor congestión y roce (donde perdería por falta de reacción rápida), para indagar una zona más aireada, donde sus talentos aumentarían la eficacia.

Tampoco defraudó a los que aguardaban liderazgo. Como es habitual, desparramó indicaciones sin parar, con gestos de fastidio incluidos ante algunas fallas conceptuales. Se supone que los compañeros más jóvenes –la mayoría– no opondrán resistencia a que el número diez los vea al mismo tiempo como colegas y discípulos. Iguales y aprendices.

Habrá que rogar para que no regresen las lesiones. Y con ellas, la irregularidad. El muy atractivo campeonato de la B Nacional, ahora más tentador por los diez ascensos, sumó con Riquelme el brillo y la resonancia de una de las grandes personalidades del fútbol argentino.