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El partido imposible

Getty Images

BUENOS AIRES -- El River-Boca no debió jugarse. Por mucho que comprometa a los organizadores el público convocado, la agenda preexistente y el imperativo profesional de que el show debe seguir, el fútbol queda completamente desnaturalizado.

Jugar en un medio acuático es lo mismo que jugar con una pelota pinchada o con veinte jugadores por equipo. Otra cosa. Una restricción demasiado severa como para que el partido mantenga algún tipo de atractivo.

Se hace lo que se puede –bastante poco-, a riesgo de que los futbolistas se lesionen y sin ninguna ganancia. La excusa de que mientras se vean las líneas de demarcación de puede jugar suena absurda.

¡El agua es transparente! Las líneas, aun bajo una apocalíptica masa líquida, se mantendrían visibles.

El resultado de la aventura en medio de la lluvia fue un partido imposible, que desairó la expectativa enorme acumulada en la semana.

Todo fue azar, pelotazos a la deriva, accidentes. No hubo mérito, ni estilo de juego, ni estrategia. Nada. No hubo fútbol en el estadio Monumental, más allá del empate anecdótico y de las jugadas que quepa rescatar por su mero valor documental.

A toda esta contrariedad, se debe agregar una todavía más peligrosa. Las vacilaciones a las que el estado del campo somete al árbitro.

No sólo existe riesgo de que los futbolistas se lastimen gravemente. El costo adicional es que el juez a cargo ni siquiera se entere de las infracciones al confundirlas con resbalones, ya que los todos patinan, a todos se les va la pierna más allá de lo recomendable.

Así, Mauro Vigliano se equivocó feo en varias ocasiones. Y les perdonó la vida, sucesivamente, a Mercado y a Erbes, quienes con la coartada del chapoteo y los deslizamientos coreográficos dieron unas patadas que merecían tarjeta.

Precisamente el árbitro fue el encargado de redondear la conspiración perfecta. Sobre llovido, Vigliano. Su imaginación lo hizo ver una mano cuando Gago en realidad había puesto la cabeza.

El mismo impulso creativo lo llevó a creer que no había otra instancia de defensa para Boca, mientras que Orión estaba esperando la pelota detrás de Gago, por lo cual el cartón rojo fue un exceso tan imperdonable como el penal.

Se sabe que el error del juez es mucho más tolerable si se trata de una omisión. Ahora, inventar algo que no ocurrió es verdaderamente indigerible. Así lo entienden también los propios referís.

Más allá de ese pecado de amateurismo, a esta altura roza lo ridículo que la suerte de un espectáculo como el fútbol (y sobre todo el Superclásico, al que se le atribuye fama internacional) se la subordine a las decisiones de una persona (sí, una sola), que por otra parte no tiene posibilidades de revisar sus fallos con el auxilio de la rebosante tecnología de la que se dispone.

Al instante de producido el error, todo el mundo sabe, gracias a las múltiples pruebas ofrecidas por las cámaras, que se ha consumado una injusticia. Sin embargo, el reglamento dice que, una vez más, el show debe continuar.