Alejandro Caravario 9y

Tribuna soberana

BUENOS AIRES -- La semana de Colón fue movida: un grupo de hinchas apretó al plantel, según usos y costumbres que parecen lejos de extinguirse.

Pero la cosa no quedó ahí. El partido ante Boca Unidos, con final feliz de
ascenso para los santafesinos, también estuvo pautado por la tribuna.

En un clima de tensión permanente, controlado con muñeca por el árbitro Germán Delfino, las intervenciones del público influyeron de manera decisiva en el juego.

Primero, un proyectil que lastimó a Gonzalo Ríos casi precipita el final prematuro del encuentro. Repuesto el futbolista visitante, las acciones se reanudaron al cabo de un largo paréntesis, que obligó a Delfino a decretar 15 minutos de tiempo extra.

A siete del final, y con el partido definido a favor de Colón, los hinchas no resistieron la ansiedad y se metieron en el campo promoviendo, ahora sí, la suspensión definitiva.

En la cancha de Boca, el despliegue de la popular no tuvo consecuencias tan contundentes pero fue tan o más impresionante.

Durante un tramo del segundo tiempo, la hinchada local montó un show con pirotecnia a raudales. Fue un lapso que, premeditadamente, se dedicaron los hinchas a sí mismos. Para que el trabajo de los jugadores no distrajera la atención de los presentes ni de las cámaras, decenas de voluntarios se treparon al alambrado. El árbitro Diego Abal no tuvo más opción que detener el juego provisoriamente.

Cuando se cansaron de su colorida puesta en escena, volvieron a sus lugares y le dieron la orden implícita al referí para que continuara.

Lo ocurrido en ambas canchas es una postal del poder que tienen las hinchadas. Poder que, cada tanto ostentan, y que algún ingenuo tiende a confundir con gestos folclóricos. Pintoresquismo dominguero.

La demostración de fuerzas ha dejado en claro que los partidos se interrumpen o se acaban cuando la barra quiere.

La envergadura creciente de estos grupos hace que los clubes y los planteles estén a merced de la extorsión.

Como se ve, la prohibición de ingreso a los visitantes no aportó demasiado para desmontar ese poder. La violencia sigue merodeando los estadios porque las hinchadas dirimen sus internas de manera sangrienta.

La prevención debería evitar que los jerarcas de la tribuna extiendan su protagonismo.

El problema ya no es el enfrentamiento entre barras rivales. Eso supone, en última instancia, un compromiso con los colores. Cierta lógica (violenta) tradicional de las hinchadas.

Desde hace tiempo, los visitantes no cuentan. Las banderas y el club no cuentan.

Para las barras, el fútbol es un vehículo para obtener provechos contantes y sonantes. Eso es lo único que está en juego cada vez que rueda la pelota.

Frente a fenómenos relativamente nuevos no se pueden seguir aplicando criterios vencidos. La razón de la violencia no es la enemistad de origen deportivo, sino los negocios que facilita el paravalanchas. Los rivales ahora son las facciones internas.

Combatir esa trama compleja es un desafío arduo. Pero hay por empezar por comprender de qué se trata. Por desactivar el poder de las hinchadas, su institucionalización, que en parte obedece a la buena prensa de la que han gozado durante años por la supuesta e indispensable pasión que le aportan al rito del fútbol.

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