Alejandro Caravario 9y

La grandeza restituida

BUENOS AIRES -- Con la esperada obtención de la Copa Sudamericana, River termina de saldar un par de cuentas pesadas. Por un lado, se reencuentra con un título internacional después de 17 años. Además, restituye su estatuto de grande, a nivel nacional e internacional, luego de haber atravesado el ostracismo del ascenso, con el ruido simbólico que eso produce.

River viene de ser campeón local, es cierto. Pero este es un torneo de otra jerarquía, y a cuya instancia final llegó luego de dejar en el camino a Boca, en un duelo mano a mano, lo cual concentra un valor incomparable. No sólo por el mérito deportivo, sino porque obra como compensación histórica. Suma como varios títulos.

De hecho, el partido del domingo, en el que River aún se juega una chance de salir campeón, es para el público una mera anécdota. Ganar o perder no será indistinto, claro, pero lo importante ya pasó. El año ya se cerró con una fiesta inolvidable.

Ahora bien, a pesar de la trascendencia del título flamante, es menester señalar que River no llegó a él por una senda heroica. Tampoco enarbolando el fútbol revolucionario que posicionó a Gallardo como una fulgurante revelación entre los técnicos.

River apeló a un pragmatismo que se le había visto poco. Tomó riesgos controlados, jugó al ataque (estaba en su cancha, qué iba a hacer), pero con la prudencia –y la austeridad– de los que le huyen al error. Los que miden costos y beneficios como avezados contadores.

Con Mercado y Vangioni contenidos para no ceder espacios peligrosamente, y con Teo desangelado para la definición, River tenía que extraer del doble fondo alguna fórmula quizá menos vistosa, pero efectiva.

>Fue la pelota parada. Un expediente tan sencillo como ejecutar un córner con regular precisión y ganar en lo alto. No parecía el guión del exuberante equipo conducido por Marcelo Gallardo, sino el sentido de la oportunidad de una formación de, digamos, Julio César Falcioni.

River viene acusando el deterioro desde hace un buen tiempo. Tal vez saturado por el trajín, su merma era notoria. A tal punto que, en el campeonato local, le comió los talones un perseguidor como Racing, al que muchos daban por descartado.
En la Copa, donde apostó íntegra la ropa, llegó con más resto al desenlace. Pero tampoco le sobró nada.

Bloqueado el fútbol más digno de aplauso, River no sólo demostró carácter de campeón (dijimos en una nota anterior que ese rasgo lo diferenciaba de manera crucial de Nacional de Medellín), sino versatilidad, capacidad para extraer del equipaje argumentos de reemplazo.

Cuando se habla de un plantel dotado, la referencia no sólo abarca el buen pie. River, entre su voluminoso patrimonio, cuenta con una defensa goleadora. Con cabeceadores eximios que, como el más habilidoso de los delanteros, tienen facultades para cambiar el curso de la historia en un segundo.

La amplitud de recursos (caudal para improvisar, previsión para sacarle provecho hasta al último córner) es un atributo de los grandes equipos. De esos que terminan convenciendo a todos –incluido el rival– de que en algún momento, de algún modo, van a ganar. Siempre van a ganar.

^ Al Inicio ^