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El lugar incómodo de la gloria

Hoy, sin una actividad principal que cumplir, Diego es otra vez el hombre del pasado grandioso Getty Images

BUENOS AIRES -- Desde un tiempo antes de su retiro, Maradona empezó a dar claras señales de que no había un lugar en el que estuviera a gusto. Agotados el esplendor y las inefables hazañas de la juventud, era evidente que Diego no tenía plan B.

Les sucede a muchos jugadores, forzados a jubilarse a una edad en la que en otros oficios ni siquiera se alcanzó la madurez. Los deportistas dependen -en la acepción más rotunda del verbo- de su soporte anatómico, un instrumento con temprano vencimiento en la alta competencia.

Para Maradona, que había logrado convertirse en una deidad sin fronteras gracias a su destreza con la pelota, la cosa se tornaba más difícil. Por lo tanto, además de probar con poca suerte y dedicación la dirección técnica, exprimió su zurda y su carisma hasta donde pudo.

Pero no podía mucho. Es comprensible que estuviera cansado de una fajina que cumplía desde los 15 años. De exigir un cuerpo que ya no era el artefacto perfecto, indestructible, de otras épocas.

Por otra parte, le resultaba imposible hacer coincidir las rutinas y obligaciones de un jugador profesional con su afición por la cocaína. Razón por la cual, si no mediaba trampa o la complicidad ridícula de algún juez, Maradona no tenía chances de permanecer en el fútbol.

El final previsible ocurrió en el recordado River-Boca de 1997, aunque hacía unos años que Diego era un ex jugador. Y desde entonces sigue siendo, por sobre todas las definiciones y ocupaciones eventuales, un ex jugador que no dejó nunca de pensar (pensarse a sí mismo) como un jugador en actividad. Alguien más allá del tiempo.

No porque no sea un showman versátil. De hecho, tuvo su propio programa de televisión y fue un animador respetable. Que a pesar de su inexperiencia supo estamparle al envío su sello de humor barrial y explosiones sentimentales (en pocos culebrones se ha llorado tanto como en "La noche del Diez").

Su inestabilidad, su no-lugar propio de intelectuales hipercríticos más que de jugadores retirados, pareció resolverse cuando Grondona le ofreció conducir la Selección. Aunque Diego tal vez no fuera un DT avezado, el volumen de su nombre y de su historia bastaban para darle legitimidad a la elección. Maradona y la Selección Argentina, otra vez. La vida fuera de la cancha comenzaba a perfilar su sentido.

Para el dueño de la AFA, aunque luego lo lamentara, también significó saldar una cuenta siempre pendiente. ¿Qué hacemos con Maradona?, se preguntaba cada tanto. Qué hacemos con su gloria intratable, incómoda, sin cauce. Su gloria amenazante.

Pero el remedio duró como todo en la sobrevida de Maradona, en sus variaciones con pantalones largos. Despedido del cargo de entrenador, Diego ha vuelto al limbo sin quehaceres ni identidad. Es otra vez el hombre del pasado grandioso, tiempo perfecto que se resiste a reproducir su felicidad y virtuosismo. Así, nuevamente sin rumbo (barrilete cósmico), le llegan los 50 años. Aunque, como siempre, su espíritu inquieto (o rebelde o hinchapelotas, como quieran) por suerte le impide entregarse mansamente, igual que otros próceres, al silencio fúnebre del museo, donde todos -hasta Grondona- lo venerarían sin peros.