Alejandro Caravario 4y

El oro no basta

BUENOS AIRES - - Eran tiempos en que la idolatría deportiva no tenía ni remotamente los alcances actuales. Y aunque los Juegos Olímpicos ya tuvieran una tradición y un peso político creciente, en 1936 no bastaba con ser el mejor atleta del mundo para superar la discriminación racial que dominaba los Estados Unidos.

El caso de Jesse Owens, quien conquistó cuatro oros en los Juegos de Berlín, reproduce la biografía de otros deportistas negros. Sólo que su historia es doblemente curiosa, ya que su éxito en las competencias organizadas por el nazismo aún hoy es difundido como un revés para el régimen que postulaba la superioridad aria.

Pero esta supuesta lección del mundo libre a la maquinaria mesiánica montada por Hitler (quien, según dicen, se fue muy disgustado del estadio por el triunfo de un negro), se diluyó de inmediato cuando el héroe de Berlín, un nieto de esclavos que creció mal alimentado en una plantación de algodón, regresó a los Estados Unidos y a la humillación cotidiana precisamente por el tinte oscuro de su piel.

Porque para los americanos, el racismo de Hitler era malo; pero el racismo propio resultaba indispensable para vivir en una sociedad civilizada.

"Cuando volví a mi país natal, después de todas las historias sobre Hitler, no pude viajar en la parte delantera del autobús. Volví a la puerta de atrás. No podía vivir donde quería. No fui invitado a estrechar la mano de Hitler, pero tampoco fui invitado a la Casa Blanca a dar la mano al Presidente", dijo Owens años más tarde. De todos modos, a nadie se le habría ocurrido comparar al Führer con Franklin Roosevelt.

Nacido en 1913 en el pequeño pueblo de Oakville, Alabama, donde hoy tiene un bello monumento, James Cleveland "Jesse" Owens se sobrepuso a su anatomía enclenque y descolló temprano en el atletismo.

En 1935, en una prueba celebrada en Michigan, sorprendió a todos al quebrar cuatro récords mundiales en sólo 45 minutos. Ese fue el prólogo de su presentación en los Juegos de Berlín, donde, con el viento en contra de una escenografía construida para encumbrar al nazismo, se llevó las medallas doradas en 100 y 200 metros llanos, salto en largo y carrera de relevos 4x100 metros.

Queda para los anales de la solidaridad deportiva (mucho más valorable en aquel ámbito), la colaboración que tuvo Owens en el salto en largo. Luego de dos intentos fallidos en la clasificación, recibió el consejo de su más directo competidor, el alemán Lutz Long, quien le recomendó un cambio en el cálculo de su salto, lo que le permitió pasar a la final y ganar el oro.

La derrota -y en su nombre, la derrota de los arios- no el impidió a Long (que murió durante la Segunda Guerra Mundial) felicitar a su colega. A decir de Owens, aquel gesto los unió en una indestructible amistad.

La gloria de Jesse, sin embargo, tuvo corto vuelo. De regreso en su país, además de soportar el trato despectivo de los blancos (segregación que no era mero prejuicio sino una normativa redactada en las oficinas del Estado), se vio obligado a hacer trabajos de muy baja calificación para sobrevivir.

Su destreza física lo ayudó: las crónicas coinciden en que, durante un tiempo, trasladó el atletismo a espectáculos de carácter circense y corrió carreras contra caballos en hipódromos de Miami y La Habana. Sólo en los últimos años y luego de su muerte, ocurrida en 1980, le llegó el reconocimiento. Entre otras distinciones, le otorgaron la Medalla Presidencial de la Libertad de los EE.UU., en 1976, y la Medalla de Oro del Congreso, en 1990. Y en Berlín le dieron su nombre a una calle. Al parecer, el pigmento de su piel ya no opacaba las proezas.

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