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Una clase de boxeo

AP

LAS VEGAS -- Cuando Sergio Martínez cayó en el último asalto, el techo del Thomas & Mack Center pareció venirse abajo. Fue como una explosión. El público mexicano, que estalló cuando subió su boxeador al ring y que solamente tuvo pocos picos como para festejar, comenzó a delirar. No era para menos. Hasta ese momento, el argentino -que ahora suma 50 victorias y 2 derrotas con 28 KO- había ganado todos los asaltos. Chávez (quien ahora debe contar su primera derrota en 48 peleas, con 46 victorias, 1 empate y 32 KO), poco había podido hacer hasta el momento, ante la velocidad de disparos y el estilo indescifrable de su adversario.

Tras la subida de los boxeadores, precedida por luces, videos, y estremecedores efectos de sonido, el estadio alentó a Chávez, opacando el sonoro gritar de los argentinos (se calcula que no menos de cinco mil asistieron al combate, contando entre otros con estrellas de la televisión argentina como Susana Giménez o Guillermo Francella, contando a Yesica Sirio y Matías Alé), empezó la pelea como nadie podría haber esperado.
Es que se contaba con que Chávez Junior asumiría directamente el ataque, poniéndole presión al trabajo del argentino. O en cambio -y esto era lo menos probable- que le cediera el centro del ring a Martínez para esperar su desgaste. Ni lo uno ni lo otro. El que asumió el centro del ring, con la guardia baja y lanzando su derecha en punta, fue Martinez. A su vez, Chávez, con la guardia bien cerrada, asumió una actitud pasiva. El argentino, amagando permanentemente, comenzó a establecer el control de los tiempos y las distancias. Todo parecía demasiado fácil para él. ¿Qué iba a ocurrir cuando el mexicano lanzara toda su artillería?

Algo falló en Chávez. O, mejor dicho, algo se potenció en el trabajo de Martínez, porque luego de un asalto inicial, en donde a pesar de la paridad en lanzamientos de golpes predominó el trabajo de Martínez dominando tiempos y distancias (los tres jueces, a pesar de los pocos golpes lo vieron ganador), el segundo no deparó mayores cambios. Eso sí, Martínez comenzó a trabajar más seguro, bajando los brazos según su costumbre, moviéndose casi con tranquilidad a los costados y haciendo pasar de largo los golpes a veces ampulosos de su rival.

En la semana previa, Chávez Junior insistió en que ganaría por ser más fuerte y más pesado. Pero hasta para hacerse sentir en esas ventajas físicas, el hijo de la Gran Leyenda Mexicana tenía que hacer algo elemental: presionar y lanzar golpes. Al no hacerlo y al cederle el centro del ring a Martínez, facilitó el trabajo de su retador al campeonato mundial de los pesos medianos. De hecho, recordar que cuando tanto se hablaba de que Chávez subiría al ring con gran ventaja física, en el pesaje registró dos libras por debajo del límite, un peso inusualmente bajo para alguien con problemas para bajar de peso. Martínez, a su vez, registró 158. "El asunto es no perder velocidad a pesar de que yo sea más pesado que él", aseguró Chávez en los días previos. Pero ni ganó en velocidad ni tampoco pudo imponer su mayor quilaje.

Para el tercer asalto, las ventajas de Martínez eran claras. Con su derecha en jab, que partía como un latigazo, o con su izquierda en gancho, levantando la cabeza de Chávez, comenzó a mandar en el ring. Aunque su verdadero dominio pasaba por otros dos elementos: frialdad mental para dominar el cuadrilátero, y dos piernas que le permitían entrar y salir sin dificultades.

Cuesta trabajo encontrar variantes cuando un boxeador le gana al otro todos los asaltos, cosa que vieron los tres jurados. Solamente el sudafricano Stanley Christoudoulou lo vio vencedor a Chávez en el sexto asalto, lo cual queda apenas como una anécdota, ya que tanto la señora Adalide Byrd como Dave Moretti, fallaron 10-9 todos los asaltos hasta el último round, ganado por Chávez.

Para el cuarto round, el argentino comenzó a crecer en una pelea que no le ofrecía riesgo alguno. Sin claridad en el ataque, y retrocediendo mucho más de lo que podía esperarse, Chávez aparecía subordinado totalmente a lo que producía Martínez. De hecho, cualquier acierto parecía del hasta entonces campeón, era rápidamente anulado por envíos de Martínez quien, con ráfagas de hasta cuatro y cinco golpes combinados, inmediatamente desequilibraba la balanza.

No estaría mal repasar, a esta altura de la pelea, algunos números que fueron registrados por CompuBox, aunque estos pertenezcan al final del combate: Chávez lanzó 390 golpes y Martínez 908; el mexicano conectó un total de 178 contra 322 del argentino. En esta sencilla ecuación está también la radiografía de la pelea, porque cada vez que Julio conectaba uno o dos golpes, Martínez lanzaba la cantidad suficiente como para desnivelar la balanza.

Fue en el sexto, cuando Martínez le cedió parte del ring a Chávez y fue allí cuando el mexicano logró levantar un poco su producción, pero ¿Esto le servía realmente para algo? Le hubiera servido, de mantener el ritmo. "Si mi abuelita viviera ahora estaría viva, el hubiera no existe", dijo Martínez luego de la pelea. Sí, levantar el ritmo, Es fácil decirlo, pero muy difícil cuando se tiene enfrente a un boxeador que sabe leer la pelea y manejar los tiempos y la estrategia.

Cuando el dominio es tan abrumador de un lado, el boxeo se parece al fútbol o a los toros. En el fútbol, hay que hacer un gol. En el toreo, hay que rematar la faena. En el boxeo hay que noquear, o provocar el desequilibrio que termine con la contienda. Martínez no quiso o mejor dicho, no pudo hacerlo. Tal vez porque sabía del peligro de los golpes de Chávez, o tal vez porque entendió que la diferencia física le impedía apenas moverlo al mexicano, pero no logró mandar la andanada final o el estoque a fondo como hizo con otros rivales.

Con el rostro lastimado y sin ningún otro planteo que el atacar esporádicamente, Chávez era el retrato de la impotencia. Apareció algo de sangre en su rostro, y hubo asaltos, como en el octavo, en el que el argentino trabajó a voluntad, pero sin estacionarse nunca en la zona de definición. Parecía inminente el desborde total, pero no se producía del todo. Ganaba Martínez, eso era seguro; pegaba a voluntad, indiscutible; pero le faltaba ese gol que le reclamaba el estadio.

Y el estadio, cuando arrancó el noveno capítulo, no parecía estar lleno de mexicanos, sino de argentinos. Como en aquellas grandes noches del Luna Park, en Buenos Aires, el público estalló con un "¡Y pegue, Sergio, pegue¡" como en las grandes faenas de Nicolino Locche. Con los brazos bajos, desplegando sus golpes ascendentes que levantaban el rostro de Chávez, y con la derecha lanzada en recto como un ariete, Martínez seguía sumando puntos.

Hubo algún choque de cabezas involuntario, y alguna intervención del referí Tony Weeks, quien pasó prácticamente inadvertido en su función de tercer hombre en el ring. Para el décimo, Martínez terminó el asalto arengando a la gente para que lo alentara. Para ese momento, desde las tribunas bajó un "Ca-ne-lo-Ca-ne-lo" como un reclamo para Chávez quien no lograba salir de su estatismo.

Se le podrá reprochar a Martínez que dejó sobrevivir a su rival. Se le podrá reprochar a Chávez no haberse lanzado a un ataque a fondo para quebrar semejante desequilibrio en su contra. Se podrá tomar como elemento común a ambos el temor al contragolpe. Chávez porque cuando logró algún desborde terminó recibiendo mucho más de la cuenta. Martínez porque, evidentemente, debe haber sentido respeto por la mano de su adversario. En el undécimo, Martínez con un corte en el ojo derecho, dominó a voluntad a un Chávez que tenía ya laceraciones profundas en el rostro. Parecía que, en el último, el argentino intentaría quebrar definitivamente la pelea. Cuando sonó la campana, un estadio excitado se preparó para asistir a un último gran asalto. Solo que la realidad a veces es mucho más fuerte que la ilusión.

Ninguna pelea pasa a la historia si no hay en ella épica o drama. Alí terminó con George Foreman en lo que pareció un abrir y cerrar de ojos. Evander Holyfield, apelando a su coraje, laceró a Mike Tyson en el primer encuentro. El propio Julio César Chávez padre derrotó a Meldrick Taylor en el último segundo, cuando ya tenía perdida la pelea. Jorge Castro, cuando el referí Stanley Christoudoulou le dio un round más ante John David Jackson, salió a buscar el golpe salvador. Con el rostro desfigurado y bañado en sangre, terminó ganando en Monterrey, México.

Chávez Junior acarició la gloria cuando derribó a Martínez en el último asalto. El público, por primera vez en toda la noche, rugió como nuca. Temblaron los cimientos de la arena, porque el retador, que venía ganando cómodamente, de pronto estuvo en el suelo. Se levantó como pudo y, en lugar de amarrarse, Martínez se debatió como una fiera herida. Pegó mucho Martínez, es cierto, pero en cada embate de coraje también podía recibir la mano definitiva. Cuando cayó, producto de un empujón, se levantó pesadamente. Martínez debe haber sentido el almanaque de sus 37 años encima, pero también su corazón bombeó más que nunca, impulsado por su fortaleza física y mental, que le permitió llegar de pie, en medio de un intercambio furioso de golpes. Sí, había ganado, no quedaban dudas...

Dicen que este último asalto vale varios millones de dólares, porque justifica ampliamente la revancha que, hasta el décimo primero, no hubiera tenido ningún sentido. Ganó Martínez, felicitó a su derrotado, le ofreció de su propia agua y luego, dirigiéndose al público, felicitó a México, a su dignísimo rival y también a su Argentina, en medio de un delirio celeste y blanco.

Chávez no subió al estrado de la conferencia de prensa; su padre, contrito y desgastado el semblante, dijo que se aprende de la derrota. Martínez dijo que pelea con cualquiera, pero que ahora quiere descansar.

En el boxeo hay retadores, campeones, súper campeones y estrellas. El sábado, Sergio Martínez demostró que es una estrella. En la madurez de su vida y cuando muchos otros piensan ya en el retiro, Martínez celebró el mejor momento de su carrera profesional, lo mandó al colegio a Chávez y, sin quererlo, por supuesto, se aseguró una revancha millonaria. Noche de drama y gloria en Las Vegas, noche en donde, definitivamente, ganó el boxeo.