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Ser un grande no era suficiente

Barry Bonds cambió su cuerpo -- y sus estadíasticas cambiaron también Getty Images, Tom DiPace

Esta historia aparecerá en la edición del 24 de diciembre de ESPN The Magazine.

Quizás la mejor manera de comenzar es con una lección de historia. En 1993, antes de BALCO y la temporada de 73 jonrones y Bonds sobre Bonds, Barry Bonds era el mejor jugador de béisbol por un margen que modestamente podría describirse como enorme. ¿Sabes cómo las revistas de vez en cuando crean diagramas anatómicos que atan cabos y piezas de distintos organismos en un esfuerzo para producir el pelotero final? Ya sabes cómo es: ¿Qué pasaría si se combinan las piernas de Mike Trout con las manos de Miguel Cabrera y los ojos de Joe Mauer? Pues bien, en 1993, antes de BALCO y la temporada de 73 jonrones y Bonds sobre Bonds, Barry Bonds podría legítimamente reclamar todas las herramientas importantes del béisbol, excepto un brazo de lanzador. Fue un jardinero de Guante de Oro que bateó 46 jonrones, se robó 29 bases y tuvo un .458 en porcentaje de embase y 1.136 de OPS. No sólo era el mejor jugador de béisbol, era un compendio humano de todos los mejores jugadores de béisbol.

Esto es instructivo porque los votantes del Salón de la Fama, que emitieron su voto este mes se enfrentan a una decisión desconcertante en cuanto a Barry Lamar Bonds, haciendo su primera aparición en la papeleta. A diferencia de otros jugadores conectados con sustancias para mejorar el rendimiento -- Mark McGwire, Sammy Sosa, Rafael Palmeiro -- Bonds era sin dudas un futuro miembro del Salón de la Fama, antes de conocer a Víctor Conte. A pesar de ello, parece que los votantes le negarán rotundamente su entrada en la primera votación. Hay muchas razones para esto, algunas legítimas y bien consideradas, otras menores y desdeñosas. Pero nadie que fue testigo de Barry Bonds en 1993 pudo evitar sentirse conmovido por lo que vio.

En aquel entonces hubiera parecido imposible imaginar a Bonds en este lugar: Condenado y deshonrado, cinco años después de un retiro que nunca fue su idea. En 1993, ganó su segundo premio consecutivo de Jugador Más Valioso, su tercero en cuatro temporadas. Debería haber tenido cuatro premios en fila, pero en 1991 los escritores le otorgaron el título a Terry Pendleton, cuya principal calificación fue que no era Bonds. Claramente, el camino de Bonds se estableció temprano: Dominaría durante el mayor tiempo posible, no le aguantaría basuras a nadie y sería miembro del Salón de la Fama en la primera votación.

Sin embargo, a pesar de que era muy bueno, el mejor jugador de su generación, él necesitaba más. Tenía una devoción que consume por promover la evolución de su familia -- por superar la obra de su padre, Bobby Bonds, e incluso a su padrino, Willie Mays -- y a veces parecía un rencor. Su búsqueda por ser y permanecer como el más grande creó una obsesión inquebrantable con el cumplimiento de una profecía que él consideraba su derecho de nacimiento. Así que se renovó a sí mismo como el rey de jonrones mejorado en la farmacia. La ambición lo propulsaría más allá de todo el mundo, quedando sólo un obstáculo para la vida eterna en la más sagrada catedral del béisbol: el propio Bonds.

Por supuesto, el final aún no se ha escrito. Bonds podría terminar en el Salón de la Fama ya que los sentimientos en cuanto a las drogas para mejorar el Rendimiento cambian. Quizás el relativismo moral se imponga y los votantes admitirán usuarios conocidos bajo la reducida suposición de que todo el mundo lo estaba haciendo.

Pero por ahora, la historia de Bonds es la misma que ha sido siempre: Cosas que se interponen en el camino. Ya en 1993, antes de BALCO y la temporada de 73 jonrones y Bonds sobre Bonds, fue su talento para el espectáculo, la arrogancia o la negativa a cumplir con las normas de comportamiento aceptadas de una superestrella lo que conduciría a individuos por lo demás sanos a una rabia reflexiva ante la simple visión de la cruz de oro que colgaba de su oreja izquierda. Y eso fue precisamente su argumento; sentía que nada de lo que hiciera podía ser visto con ojos claros. Es la paradoja definitiva: Quería que todos ignoraran el ruido y escucharan la música, a pesar de ser el creador de ambos aspectos.


El 18 de agosto del 2001, después que se convirtiera en una conclusión inevitable que Bonds haría una carrera contra el record de jonrones de McGwire para una temporada, conectó un batazo ante un lanzamiento de Jason Marquis -- 94 millas por hora, a la altura del pecho, sobre los puños -- para su jonrón número 54 . No fue su jonrón más memorable, pero los aspectos físicos del mismo fueron asombrosos.

Unas dos semanas más tarde, lo entrevisté para un artículo en la revista. Le pedí que me llevara a través de ese lanzamiento en conteo de 2-2: qué estaba pensando, qué estaba buscando, cómo perfeccionó su swing para ser breve y lo suficientemente rápido para golpearla con el barril. Él se negó. No fue desagradable, sino que simplemente sintió que era un ejercicio sin sentido.

"Simplemente, tengo esa habilidad", dijo. "No puedo explicarlo. O la tienes o no la tienes, y yo la tengo. La gente siempre piensa que hay una respuesta a todo, pero no la hay. ¿Cómo es que puedes hacer eso? Yo no lo sé. Yo solo puedo hacerlo. Cuando la gente ve algo que nunca ha visto antes, lo primero que dicen es: "¿Cómo hiciste eso?" Lo siguiente es: '¿Me puedes enseñar?' La respuesta es, no, porque tú no la tienes".

Esa cita, y la risa que siguió, es la esencia de Bonds. Su carrera se disputó con el telón de fondo de cuatro palabras: No puedes hacer esto. Con partes iguales de arrogancia y verdad, se convirtió en un mantra silencioso. Es la misma mentalidad con la que solía separarse de los detalles terrenales del juego. Rutinariamente se negó a presentarse para las fotos del equipo durante sus años con los Gigantes. Se estiraba con su propio entrenador de estiramiento en la sede del club en lugar de con sus compañeros de equipo en el campo. Era notoriamente tacaño en la prestación de asistencia a los compañeros de equipo, actuando como si sus talentos mundanos fueran contagiosos. Sus conocimientos se mantendrían como propiedad de la única persona que podría utilizarlos mejor: el mismo Bonds.

Su grandiosidad conocía de pocos límites. Llegó a sus primeros entrenamientos de primavera con los Gigantes con un chofer. Vestido con traje negro y corbata, Dennis condujo a Bonds hacia y desde el estadio de béisbol durante seis semanas de febrero y marzo de 1993. Era Barry siendo Barry, pero dentro de la casa club fue visto como un acto descarado de orgullo desmedido.

Y lo más loco fue esto: él lo sabía bien. No era su incapacidad para interpretar el ambiente en la habitación o una creencia equivocada de que los compañeros de equipo entenderían cómo un hombre de su estatura puede necesitar desplegar los atavíos dorados de su éxito. Fue un esfuerzo calculado para separarse a sí mismo del resto. O lo tienes o no, y yo lo tengo.


LA ARROGANCIA NO fue toda la verdad. La arrogancia ocultó el temor y la cautela y la desconfianza. La vida crea huellas indelebles y hubiera sido imposible para Bonds no ser afectado por las circunstancias de la carrera de béisbol de su padre. Bobby Bonds era un jugador de pelota fantástico, pero un hombre difícil. Jugó para siete equipos en siete años después de dejar a los Gigantes a raíz de la temporada de 1974, y sintió que su legado se vio empañado por el racismo que provenía de su personalidad fuerte.

La característica definitoria de Bobby como padre joven era su alcoholismo. En Love Me, Hate Me, la biografía de Barry escrita por Jeff Pearlman, hay historias de Barry enojado y humillado por la bebida de su padre. Un claro ejemplo tuvo lugar durante los años de secundaria de Barry. En un viaje a casa desde la escuela, pasó el coche de su padre al lado de la carretera después que fuera arrestado por manejar bajo influencias. Barry fingió no darse cuenta.

La vergüenza para Barry Bonds se convirtió en la motivación. En la canalización de sus emociones conflictivas hacia el juego. Actuó como si su carrera fuera una reacción a su propio linaje. Tomó un jugador de la talla de Barry eclipsar a un padre como Bobby Bonds. Desde hace mucho tiempo los aficionados del Área de la Bahía sostienen que Bobby tenía tanto talento natural como Barry. Pero el hijo, a diferencia del padre, se negó a desperdiciar la más mínima cantidad.

Todo lo que hacía se basaba en la prédica de ser el mejor. Cuando Sammy Sosa y Mark McGwire cautivaron al béisbol con su competencia de jonrones en 1998, Bonds lo tomó como un desaire. Sabía lo que estaban haciendo y cómo lo estaban haciendo, y sabía que, igualadas todas las cosas, ninguno de los dos formaba parte de la misma conversación que él. Bonds se dispuso a demostrar su valía a sus compañeros, a su padre, a su padrino -- a todos. Para ello, tuvo que ser más de lo que ya era.

Con la ayuda de BALCO, cambió su cuerpo. Y sus estadísticas cambiaron con él. El jonrón era el rey, así que Bonds usurpó el trono. Podía hacer lo que hicieron McGwire y Sosa, sólo que mejor; ellos sólo podían soñar con hacer lo que él había hecho hasta ese momento. Lo que esencialmente equivale a una segunda carrera lo convertiría en el jugador trascendente de la época, poniendo su nombre junto a la sucesión de Cobb/Ruth/ Williams/Mantle/Mays/Aaron. Cuando entró en el terreno, su lenguaje corporal envió un mensaje: Júzgame sólo por mi talento magistral.

Bonds no jugó contra el equipo contrario. No bateó contra el lanzador contrario. Su mundo estaba en otro lugar. Estaba jugando contra Mays y Aaron y Ruth -- no jugadores en un campo sino números en una página. Para alguien con el sentido de la historia del juego que tiene Bonds, el Salón de la Fama es el único lugar de descanso apropiado para su carrera. ¿Cómo entendió eso intrínsecamente? Considere esta declaración de la corriente de su conciencia en Bonds on Bonds:

"Siempre me he esforzado por (llegar a) los números de Willy", dijo. "Y si eso sucede, el único número que me importa es el de Babe Ruth. Porque como bateador zurdo, lo aniquilé. Eso es todo. Y en el mundo del béisbol, Babe Ruth lo es todo, ¿no? Me quedo con sus jonrones y eso es todo -- no se habla más de él".

Se los llevó a todos -- Mays, Ruth y Aaron -- destruyendo todos los registros más sagrados del béisbol. Trajo alegría sin que pareciera estar participando de ella. Y a lo largo del camino, surgieron las preguntas: ¿Qué pasa con BALCO? ¿La "crema"? ¿El "limpiador"? ¿Cuántas partes de talento? ¿Cuántos partes de ciencia? Todo lo que había hecho estaba empañado. Incluso la más dulce música se convirtió en ruido.


EN UNA ENTREVISTA con MLB.com en agosto, Bonds dijo: "Respeto el Salón de la Fama, no me malinterpreten, realmente, realmente, realmente respeto al Salón de la Fama... no me preocupo porque yo no quiero ser negativo acerca de la forma en que otras personas piensan que se debe realizar. Sé que algún día no voy a estar. Si quieres mantenerme fuera, eso es asunto tuyo".

Pero como Bonds conoce, el Salón de la Fama existe en un plano diferente. Es permanente. Sería justificar todo lo que hizo a lo largo del camino. Podría jugar el papel de genio perseguido y señalar su consagración como prueba de que todo funcionaba, que nada más importaba.

El tema de los esteroides y su relación con el Salón de la Fama es un lío caliente. Toda persona cuya carrera explotó durante esa época es considerada sospechosa en el mejor de los casos, culpable, en el peor. ¿Será excluida toda una generación? Si ninguno de los que lleva la mancha -- ni Roger Clemens ni Sosa ni Bonds -- llega a Cooperstown, ¿no debería haber una exposición para que las futuras generaciones entiendan la diferencia? ¿Podría eso servir, a su extraña propia manera, como una validación permanente para el hombre con 762 jonrones?

El Salón de la Fama era su última oportunidad para conformar la narrativa, para obligar a que el mundo escuchara su música para siempre. Sin el Salón, existe como una cadena de números dudosos, como historias transmitidas, como un cuento con moraleja. La historia -- su historia -- es de todos menos menos de él.

¿Por qué? Porque grande no fue suficiente. Debido a que una obsesión patológica le obligó a ir más allá de la grandeza de 1993, para desenredar la madeja de la historia del juego y la suya propia. Ahora es el Macbeth del béisbol, deshecho por la ambición desenfrenada que construyó y arrasó con el mejor jugador de nuestro tiempo.