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La leyenda de Tim Duncan

Duncan, con 37 años, sigue siendo uno de los jugadores más sobresalientes de la NBA Stephen Dunn/Getty Images

No crean que no lo veo. No crean tampoco que no lo viví. La juventud y la inexperiencia nos confunde y nos lleva a pensar que somos inmortales. Pero nada es para siempre. Es difícil poder analizar un fenómeno de este tipo con sabiduría cuando uno se mira al espejo y no detecta arrugas. Cuando el reflejo devuelve una imagen impoluta, cuando la sospecha de que la eternidad existe es un hecho y no un anhelo.

Es complicado, no imposible, entender estas cosas cuando uno tiene veinte o un poquito menos. Verán, este no es el consejo de un tipo entrado en años, porque no lo soy. No pretendo dar clases ni lecciones de moral, porque tampoco me parecería justo ni adecuado. Sólo quiero decir que hace falta peinar algunas canas para entender lo que significa la leyenda de Tim Duncan.

El concepto de lo finito enseña a valorar lo que se tiene. Con el paso de los años, se van perdiendo algunas capacidades y desarrollando otras. El mayor problema lo sufre el físico: ya no se corre como antes, la reacción es distinta, la vista y el oído sufren modificaciones. Llega un momento en que no se trata de querer, sino de poder.

En ese camino, Tim Duncan es la revancha de los que ya no pueden. La proyección de que un mundo que parecía haberse extinguido, aún tiene síntomas de vida. Cuando uno es muy joven, cree que los padres no entienden absolutamente nada de lo que pasa alrededor. Que la vida se vive de una sola manera, que todo es blanco o negro y que no existen los grises. Si no me divierte, no sirve. Si no tiene una concepción utilitaria, no sirve. El mensaje, muchas veces, es un cuadro de Arcimboldo: se necesita alejarse un poco para poder ver la figura completa.

Los más jóvenes, y los que comienzan a ver básquetbol NBA, odian a San Antonio Spurs. Y Duncan es el símbolo máximo de esta disposición acérrima. Lucen repetitivos, monocromáticos, responsables, obedientes. Una construcción solidaria en una competencia que fomenta el individualismo como modus operandi. El punto es tan claro que sorprende en su concepción: San Antonio es un equipo que parecería pertenecer a otra época. Un auto de colección que aún corre por tener en el pecho un motor de deportivo.

La cara de Duncan no se inmuta en ningún momento. Donde la mayoría ve aburrimiento, yo veo concentración. Es el mismo rostro de Roger Federer esperando del otro lado de la red. Duncan ya no se mueve como antes, pero sigue colocando sistemáticamente el balón dentro de un aro, con la misma obsesión de Sísifo. Continúa utilizando el tablero como una marca registrada que jamás morirá. Las piernas se mueven menos en el poste, pero siguen moviéndose bien. Pongamos el rótulo de experiencia.

Ya no despega como antes, pero sin embargo lo hemos visto correr algunas canchas completas como una manera de desafiar al tiempo. Y junto a él han corrido, desde el sillón de sus casas, todos aquellos mortales que han maldecido el paso de los años. Es la proyección global en su máxima expresión. No hay castigo peor para alguien que envejece que soportar la etiqueta que reza: "Aquí yace un hombre viejo". En ese caso, se presentan dos rutas posibles: 1) aceptarlo con resignación 2) combatir para demostrar que los que hablan están equivocados.

Cuando se selecciona el segundo camino, el castigo puede transformarse en la mayor motivación existente. Las pruebas están a la vista.

Duncan es el honor de pensar que aún puede ser posible. Que el boxeador tiene una mano guardada que sorprenderá al mundo. Enlazar generaciones no es trabajo para cualquiera. Con una perseverancia y un trabajo físico de escuela que oculta las impurezas de 37 abriles, Duncan lo hizo. Verán, este muchacho pertenece a otra época. Años dorados en los que los jugadores no cambiaban de colores en función de un objetivo individual. La resignación era un peligro tan insoportable como delicioso.

Duncan pudo irse en 1999 a Orlando Magic para jugar junto a Grant Hill, lo que hubiese cambiado la historia del básquetbol por completo. Sin embargo, se quedó en los Spurs porque existía aún la lealtad. No daba todo lo mismo. Por supuesto, era por dinero, pero no era SÓLO por dinero.

Luego, todo cambió y las cosas se hicieron más líquidas. La gente comenzó a cambiar de trabajo de manera sistemática, las relaciones personales perdieron fuerza y los jugadores empezaron a mutar año tras año de colores sin ninguna explicación previa. Hoy estoy acá, mañana allá. Entiendo, se trata de un trabajo, pero...

El mundo, a mi entender, se divide entre los que eligen creer y los que no. Los amantes de la nostalgia y los que exigen un progreso sistemático de las cosas, sin reparos. Llega un momento, supongo, en el que las luces dejan de deslumbrar. Una etapa en la que las cosas simples pasan a ser las más valiosas, en la que uno deja de escuchar historias para empezar a contarlas.

Duncan es el héroe que nos enseña que existen tipos de aquellos tiempos que siguen vivos. Que aún siembran páginas doradas para cosechar cuentos interminables. Y que todo el sacrificio puesto sobre la mesa no tiene que ver exclusivamente con ganar o perder, sino con la posibilidad de seguir peleando. De soportar los golpes con entereza. De levantarse y tirar una mano más, aunque se cachetee al viento. Porque mientras haya cosas por decir, entonces valdrá la pena.

Siempre.