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Elogio de la paciencia

BUENOS AIRES -- A tono con un campeonato al que, piadosamente, se le ha dicho irregular, la última fecha, con cuatro involucrados en la disputa mayor, consagró a San Lorenzo por inercia, por méritos del pasado lejano.

Es evidente que cuesta ganar. Que se trata de un propósito semejante a una hazaña. Y que ni siquiera cuando es el único resultado que garantiza la supervivencia, los jugadores están mentalmente preparados para intentarlo con la máxima energía.

Cuando los futbolistas de San Lorenzo dicen ser justos campeones, hay que hacer memoria para verificar si están en lo cierto. El equipo de Pizzi tuvo partidos buenos, es verdad, pero en la etapa decisiva del torneo se limitó a usar los réditos de sus tiempos prósperos.
En el fútbol argentino, la remanida presión se traduce en actitudes frías, de apostador. Se escucha hablar de planteos inteligentes que, curiosamente, quedan en manos del azar.

¿De qué estaríamos hablando hoy si el bombazo de Allione, en lugar de dar en el palo, se clavaba en el arco de Torrico? Hablaríamos de un equipo que no dio la talla, que no tuvo pasta de campeón (San Lorenzo) y de otro con la jerarquía suficiente para sobresalir en un entorno mediocre, un lógico poseedor del premio mayor (Vélez).

San Lorenzo, ante Vélez y en las últimas fechas, se sentó sobre el botín conquistado, la ventajita magra, y tuvo la paciencia de esperar la decantación natural. Si nadie gana nunca, razonaron los de Pizzi, el que ganó alguna vez ya facturó una diferencia decisiva.

Entonces, como los veteranos que viven de un apogeo remoto, San Lorenzo, en forma temeraria, salió a jugar sus últimos noventa minutos a la espera de que no pasara nada. Dejó todo en manos del pasado. Los cambios operados por Pizzi antes del partido transmitieron la idea de que el entrenador no preveía un gran espectáculo.

Tan inofensivo como ante Estudiantes (otro cero a cero), sin la necesidad que lo obligó a agrandarse en Rafaela (perdía dos a cero), con Piatti indolente y Correa solitario, espasmódico y fastidiado por el escenario adverso, San Lorenzo fue un equipo vulgar con un plan vulgar.

Se podría reivindicar al titánico Mercier, imbatible en el uno contra uno, infatigable, prodigioso lector del juego y esmerado pasador. Gran responsable de este título. O a Torrico, quien aportó el heroísmo escaso con un manotazo que valió la vuelta olímpica.

Porque así de parejas estuvieron las cosas, así de rendidas ante la contingencia. Un manotazo oportuno fue la distancia entre la gloria y el abismo.

Con 33 puntos, San Lorenzo realizó la cosecha más baja para un campeón desde que se juegan los torneos cortos. Es probable que pocos se acuerden de esta campaña, pero ya no importa.

Campeón es una palabra que se define por sus resonancias exitosas, que no admite acepciones que no sean explosivas. El irrefrenable llanto de Pizzi (conmovedor, cifra de las emociones en danza en el hermoso drama del fútbol) no lo produjo la coherencia táctica alcanzada por su equipo.

Tanta paciencia, tanto tiempo sin hacer otra cosa que esperar a que el título madurara ante la quietud del resto, justifica esa descarga.