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El otro siga-siga

BUENOS AIRES -- Otra vez el error de un árbitro incidió en forma decisiva en el destino de un partido. En Colón-Boca, hubo una nítida mano voluntaria de Matías Sosa (formaba parte de la barrera en el tiro libre que pateó Colazo) que Pablo Díaz debió sancionar con penal. Pero no cobró nada. Para el tamaño de la macana, se diría que las protestas fueron débiles.

Acaso un sentido más profundo de la justicia llevó al referí a obrar así. Tal vez pensó que si el penal le permitía a Boca alcanzar la victoria, se habría consumado una estafa.

Puede ser. El cero a cero era lo más ajustado a la abominación ejecutada a medias por locales y visitantes. Pero los jueces no están para internarse en interpretaciones complejas (del deporte y de la vida) sino para aplicar el reglamento. Y el reglamento dice que mano intencional dentro del área es igual a penal.

La fecha pasada le tocó a River padecer una derrota porque el árbitro Echenique usó de manera inoportuna la imaginación y vio un gol donde no lo hubo.

En aquella ocasión, se dijo con insistencia que la incorporación de tecnología es indispensable para ahorrarse desatinos.

Es cierto, la infinidad de repeticiones de la jugada habilitó una conclusión indudable: Barovero detuvo la pelota antes de que cruzara la línea. Pero el caso del último domingo en Santa Fe, como tantos otros que se suceden fecha a fecha, nos indican que con colgar cámaras del travesaño no se resuelve la cuestión.

La mano que ignoró Pablo Díaz no requería demasiado apoyo electrónico para ser advertida. Sin embargo, no escuché decir que la jugada tendría que haber sido sometida a revisión. ¿O únicamente es lícito apelar la decisión de un árbitro cuando la pifia es tan fina que sólo la puede detectar una lente estratégicamente ubicada?

Me parece que, antes de discutir la pertinencia o no del auxilio tecnológico, habría que debatir los criterios de apelación. Es decir, en cuáles circunstancias y a petición de quién se recurriría a otra instancia (un tribunal ad hoc o un quinto árbitro o el propio juez del partido con una pantalla delante) para examinar de nuevo la acción dudosa.

Hay quienes sostienen que el error arbitral es connatural del fútbol y que, por lo tanto, es menester convivir con él.

Me parece injusto que, mientras todo el mundo observa el juego desde veinte puntos de vista gracias al despliegue de cámaras, el que toma determinaciones cruciales proceda a ojo de buen cubero. Es mucho pedir. Asistirlo con algunas imágenes grabadas sería un buen gesto que en nada empañaría el encanto del fútbol.

Mucho más noble que aceptar los deslices de los referís es darles herramientas para que los eviten.

Pero no teman los tradicionalistas. El error seguirá acompañando el derrotero de los árbitros. Y los mecanismos para enmendarlos no depende de ningún chip ni de ningún sofisticado sensor de fabricación japonesa, sino de la aceptación de instancias revisoras.

El problema no es la falta de una cámara inserta en la pelota, sino el carácter inamovible, casi sagrado, que tienen los fallos arbitrales. Aun las pifias escandalosas.

A veces, como en el affaire Pablo Díaz, para contrarrestar el regusto a atropello no es necesario un tape. Bastaría con que los auxiliares habilitados le avisaran al árbitro su grave omisión, y que éste dispusiera de la protección tanto reglamentaria como política (ojo, hablo de dirigentes de fútbol) para reconsiderar lo hecho y corregirlo.

Eso sí sería cortar con el siga-siga.