Alejandro Caravario 10y

Boca y la dependencia de Riquelme

BUENOS AIRES -- El golazo con el que Riquelme le dio la victoria a Boca ante Tigre fortalece la leyenda. Y parece aplacar las discusiones en torno a la continuidad del gran ídolo.

Se supone que el diez del equipo de Bianchi sigue siendo una garantía para destrabar partidos cerrados. Si ya no tiene la solvencia física de los años mozos, su pegada basta para hacer milagros.

Es una lectura posible. Pero implicaría avalar el resultado como explicación suficiente de todo. Y atribuirle a la grandeza de Riquelme un plus diferencial, cuando en realidad es cuanto tiene Boca para enfrentar el mundo.

Si bien Tigre era el equipo chico y Boca el grande, y a pesar de que entre los técnicos de uno y otro existen abismales distancias de cartel y de caché, los locales fueron, a todas luces, conceptualmente superiores.

A la matriz de talento que configuran, entre otros, Pérez García, Peñalba (un volante central exquisito), Itabel y Wilchez, Tigre le suma una idea (y un trabajo) que lo vuelve compacto y coherente. Firme y esforzado en la presión. Imaginativo y preciso en la circulación. Le falta (le faltó ante Boca al menos) el toque final.

Gracias a Tigre, a su ritmo y generosidad, el partido resultó intenso y bien jugado. Mucho mejor que el promedio al que nos tiene acostumbrados el campeonato argentino.

El árbitro Andrés Merlos, que corrió más que cualquier futbolista, es reticente a cobrar faltas sospechosas (la ficción a la que los jugadores pretenden muchas veces someter tanto al juez como al público), de modo que favoreció la continuidad.

Y en la continuidad, se recortan más nítidamente las fallas y las virtudes. Es imposible esconderse en la demora, en la preparación exasperante de la famosa pelota quieta. En fin, se complica evitar el juego.

Es difícil comprender cómo Boca, al cabo de un año y medio con el entrenador mejor cotizado de la Argentina y con un respetable y experimentado plantel, conserva un perfil indefinido y no esboza siquiera una línea de juego.

Para colmo, la rotación caprichosa (Boca no participa en otra competencia además del Torneo Final) y la lesión de su mejor jugador, Fernando Gago, también atentan contra su solidez.

Rescatar a Riquelme como carta ganadora habla de un último recurso más que de una jugada maestra. Román, en el epílogo de su vida laboral, no puede sostener un equipo más que con su influencia de líder. Es decir, en el vestuario. Esperar que él la tenga, la pase y la meta denota un espíritu fantasioso.

Bianchi, en esta etapa, parece rendido a Riquelme. Su muda asistencia al monólogo con el que el capitán anunció que no hablarían con la prensa fue muy ilustrativa.

Tal actitud se torna comprensible como paraguas político -Riquelme es una institución intocable-, pero en la cancha el equipo debe ofrecer bastante más.

El actual repertorio no alcanza más que para apagar incendios en algún que otro partido y para ensanchar por un tiempo la tolerancia de la tribuna.

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