Gonzalo Aguirregomezcorta 10y

No hay magia en el JMV de Durant

Los periodistas debemos ser imparciales y no podemos tomar partido más que por la verdad y la realidad de los acontecimientos. Si no nos involucramos sentimentalmente con las historias que manejamos, mejor; y si nos mantenemos fríos ante las situaciones, menos dolores de cabeza tendremos. Así de perversos somos. Sin embargo a veces patinamos, somos humanos. Yo derrapé el día en que Kevin Durant ganó el premio al Jugador Más Valioso de la temporada. Reconozco que su discurso me llegó a tocar esa fibra que creía infranqueable.

El pasado verano llegué a conocer la pequeña ciudad en la que nació Durant y donde plantó una semilla que comenzó a germinar muy pronto. Dicen que Seat Pleasant es la urbe de la excelencia, al menos así reza la carta de presentación de este pequeño lugar localizado en Washington D.C. Nunca dudé de esa etiqueta, pero mientras paseaba por sus calles, lo que vieron mis ojos me provocó la sensación que me suelen provocar todas las poblaciones de periferia de las grandes ciudades. Calles desoladas, casas curtidas por el tiempo, mucho niño pillo frente a la tienda de caramelos en horario escolar y adultos rondando la licorería en horario laboral. Escasos pasos separaban ambos establecimientos.

El espectro general de aquella ciudad refleja las dificultades que suelen atravesar los barrios obreros estadounidenses, las gentes que deambulan por el día a día insípido del desempleado, del que navega a la deriva y se deja llevar por las malas influencias. Pero también vi a ciudadanos comprometidos, quizás menos notorios pero igual de presentes, que luchan por sobrevivir con responsabilidad y pocos recursos. Vi a jóvenes con los ojos abiertos como platos cuando se cruzaban con su ilustre ciudadano y ejemplo a seguir. Vi a Durant saludarles y a los chicos responderle con la ilusión del que esa noche se acostó soñando vivir la vida de su ídolo. Vi muchos pequeños y potenciales Kevin Durant.

También pude visitar el Centro Cívico de la ciudad, donde un esmirriado y futuro Jugador Más Valioso logró esconderse de las miserias que le rodeaban para concentrarse en hacerse jugador de básquetbol. En aquellos tiempos, un Durant todavía adolescente vivía obsesionado con la NBA. A veces dormía tras una cortina cuando se apagaban las luces de la cancha para ser el primero en ponerse manos a la obra la mañana siguiente. Uno de sus mentores, Big Chucky, otro chico de barrio que dedicó su vida a sacar a los jóvenes de las calles ofreciéndoles el caramelo del básquetbol, se lo encontraba cuando abría el centro al día siguiente y alucinaba con la determinación de su pupilo.

Eran uña y carne y cuando eso sucedía, Big Chucky atendía a la llamada de la madre de Durant, Wanda Pratt, que buscaba las explicaciones por las que su hijo no había dormido en casa. Big Chucky le decía que estaba con él. Le cubría las espaldas en pleno frente de ataque y llegó a convertirse en esa figura paternal que siempre le faltó a Durant, criado junto a sus hermanos con su abuela. Wanda tenía varios trabajos y apenas pasaba por casa.

Un día, las calles de Seat Pleasant mostraron el ardor de la realidad y una bala perdida acabó con la vida de Big Chucky. El mundo de Durant se desmoronó y el básquetbol volvió a ser su mejor medicina. Desde entonces, porta el número 35 a sus espaldas recordando la edad con la que falleció su maestro y el nombre de Big Chucky no falta en ninguna de las botas deportivas que ha sacado con Nike. Lo tiene presente y parte de las lágrimas que dejó escapar durante el discurso mientras recibió el premio al Jugador Más Valioso fueron por él.

La historia de Durant es el calco de otras muchas situaciones de niños sin posibilidades que se convierten en un deportista prodigio. La diferencia es que, en este caso, el que suscribe vio a su madre emocionarse cuando hablaba de su hijo, a otro de sus entrenadores hablar de la humildad y el arduo trabajo que ha desempeñado Durant para llegar donde está, y al coach físico que le ayudó a ganar masa corporal contar las palizas de nutrición y físicas que ha tenido que vivir la estrella de Oklahoma City Thunder para estar en la cúspide.

Entonces comprendí las lágrimas no contenidas, el discurso de humildad y humanidad que protagonizó Durant. Entendí esa ilusión hecha realidad de ser el más destacado de la NBA, el bagaje de una madre coraje, las miradas de admiración de las otras madres cuando se cruzaban con ella en Seat Pleasant. Viví toda esa influencia en persona y ahora la veo extendida con un premio televisado a nivel nacional.

La conclusión es clara en mi derrape emocional: ojalá haya más historias como ésta que sirvan para alentar a las jóvenes promesas y meterles en vena el mensaje del 'sí se puede'. Porque hace 10 años, Durant era uno más de esos soñadores y ahora, con 25 años de edad, ya forma parte de esos jugadores tocados por la varita del éxito. Y no hay magia en su logro, sino trabajo y sacrificio a raudales.

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