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Historia de JJ.OO. - Montreal 1976

BUENOS AIRES -- Para mí, Montreal 1976 significó la realidad de un ansiado sueño. ¡Al fin estaba presente en los Juegos Olímpicos! ¿Qué tienen los Juegos Olímpicos para enamorarse de ellos? Lo que uno vive estando allí, simplemente porque no es lo mismo leer sobre París o mirar la Ciudad Luz a través de películas y la televisión, que caminar sus calles, subir la Torre Eiffel o navegar por el Sena.

Y allí estaba, impactado. Queriendo no perderme nada, para poder trasmitir todo a los lectores de La Nación, el diario para el que fui a cubrir los Juegos. Corriendo de un lado a otro. Pagando el precio con pocas horas de sueño en un increíble alojamiento de un instituto psiquiátrico, atendido por sus pacientes enrolados como voluntarios.

Utilizando como transporte trenes subterráneos sin conductores, manejados electrónicamente, con una red de 43 kilómetros, construidos especialmente para esa oportunidad, permitiendo los traslados a los distintos sitios, combinando los diferentes recorridos, incluido el servicio que pasaba debajo del río San Lorenzo y llegaba a la isla Notre Dame, donde estaba la pista de remo y donde actualmente se encuentra el circuito automovilístico de Fórmula Uno. Y todas las combinaciones eran a través de las lujosas galerías de una ciudad bajo tierra.

Allí estaba en la Villa Olímpica de 19 medias pirámides de cuatro pisos, con una valla separando el sector de hombres y mujeres, comprobando que una seguridad de 15.000 hombres, ante la mínima falla de uno de sus agentes, era muy fácil de vulnerar, porque pasé como Pancho por su casa vestido con uniforme de atleta, con mi credencial de prensa colgando sobre el pecho, por una entrada secundaria, sin que su responsable se diese cuenta que mi acceso estaba negado. No observó la credencial, me sonrió y abrió el portón.

Por el monumental Estadio Olímpico del Parque Maisonneme, con su techo corredizo sin funcionar, debido a las huelgas de la construcción que obstruyeron las gigantescas obras, que demandaron una inversión tal que el pueblo canadiense tardó 24 años para saldar las enormes deudas.

Allí estaba respirando el aire de ese ambiente tan especial. Por un lado, el de los dirigentes, al presenciar cómo 22 países africanos e Iraq se retiraban de la Villa. ¿La causa? El COI no accedió a su pedido de expulsión de Nueva Zelanda, porque su equipo de rugby realizó una gira por Africa del Sur, sancionada por el apartheid. Y dejó así a la bandera olímpica sin uno de sus cinco anillos representativos de cada continente.

Por el otro lado, el de los atletas, con sus esperanzas, sus tensiones, sus alegrías, sus tristezas, sus bromas, la convivencia en el amplio sector de esparcimiento en la Villa o en los lugares de entrenamiento, entregados de pleno a lo suyo, en medio de un aire puro, sin contaminaciones políticas o raciales. Era estar viviendo el sueño de Pierre Fredy, barón de Coubertín.

Allí estaba en la ceremonia de apertura, con la reina Isabel I de Gran Bretaña declarándolos abiertos, con el fuego olímpico transportado desde Atenas por satélite y llevado por dos adolescentes. Uno de la parte francesa y otro de la británica para dejar conformes a todos los canadienses. Los indígenas como base de un sensacional espectáculo de luces y color. Después, el vértigo de la acción.

NADIA COMANECI, LA INCOMPARABLE
La gimnasia no estaba en mis planes. Un periodista rumano me dijo: "Tenemos un portento capaz de maravillar al mundo". El instinto me hizo seguirlo al gimnasio. Me encontré con una niña de 14 años, a punto de cumplir 15, de 1,53 metros de estatura y 40 kilos de peso, con colitas de pelo negro saltando encima de su espalda, poseedora de una simpatía y una gracia sin igual y escribí: "Cuando finaliza los ejercicios se asemeja a una gaviota aterrizando en el mar".

Ella fue la primera en ser calificada con la calificación perfecta: diez puntos. Dos veces en barras asimétricas y cinco más en otros ejercicios. Ganó el oro en la clasificación general o all round, en equilibrio y asimétricas, más una de bronce en ejercicios en el suelo. Y como me habían anunciado, esa niña que comenzó a practicar gimnasia a los cinco años, conquistó el mundo.

LAS ZANCADAS DE JUANTORENA
Sus largas zancadas hacían que su imagen pareciera el elegante galopar de un caballo. Por eso, alguno lo apodaron el Caballo. Yo preferí hablar de su elegancia y la potencia que poseía hasta convertirse en un avasallante vendaval.

Me refiero a Alberto Juantorena, el atleta cubano, un idealista fiel a Fidel Castro hasta la muerte. Ignorado participante de las semifinales de 400 metros en Munich. Favorito en Montreal. El cómodo vencedor en esa distancia, nos tenía deparado una sorpresa. Ser capaz de transformar una prueba de medio fondo en una competencia de velocidad.

Su presencia en los 800 metros, dos vueltas a la pista, hizo pensar. "No tiene antecedentes y después de correr tres veces 400 y la semifinal de 800, sus posibilidades son prácticamente nulas". En cambio, él le expresaba la noche anterior al jefe de la delegación: "Mañana brilla el oro en mi pecho".

Partió adelante a beber los vientos. Sus armoniosas zancadas maravillaban las miradas. Pasó la primera vuelta con firmeza. "¿Se para o aguanta?", se sentía murmurar a la gente. Las zancadas mantuvieron el mismo ritmo y se aceleraron ante el sprint final de sus rivales. El público de pie lo ovacionaba. Y en el rostro de Juantorena, donde resaltaban sus amplias patillas, se dibujó la más amplias de las sonrisas, al observar en el tablero electrónico: 1m43s50 y titilando dos palabras entre signos de admiración: world record.

UN JOVENCITO DE APELLIDO LEONARD
En ese particular mundo del boxeo, de narices chatas y orejas arrepolladas, tuve la dicha de ver en acción al carismático norteamericano Sugar Ray Leonard, el estilista incomparable, que se iba a convertir en el ícono de los 80, la superestrella del profesionalismo, campeón mundial de cinco pesos distintos.

Cuando sonaba la campana, ese menudo morenito, de mirada chispeante, se transformaba en una atractiva figura sobre el ring. Fintas, amagues, en un exhibición de calidad y tecnicismo, para finalizar su magistral trabajo Con un certero latigazo que derribaba a sus rivales.

Junto a él, estaban dos compatriotas, los hermanos Michael y León Spinks, oro en mediano y semipesado, respectivamente. León, el más feo, tuvo su gran momento como pesado en el campo rentado, donde venció a Classius Clay y fue campeón mundial por poco tiempo, mientras que Michael obtuvo el título de los semipesados.

Además, pude admirar a Teófilo Stevenson consiguiendo su segundo oro aniquilando a los rivales, entre ellos al delgadísimo Johnny Tate, la publicitada esperanza blanca estadounidense. También a la escuela cubana poniendo seis finalistas y otros dos semifinalistas en las 11 categorías, para llevarse a casa tres medallas de oro, tres de plata y dos de bronce. Más del boxeo no podía pedir.

LA GIGANTE KORNELIA ENDER
Estar en la piscina y ver 21 récords mundiales constituyeron momentos especiales. Mirar las carreras y observar de reojo el tablero de los tiempos, en un ambiente se percibe que está por suceder algo mágico, resulta una sensación incomparable.

La alemana oriental Kornelia Ender, una gigante de rostro agradable, parecida físicamente más a un hombre que a una mujer, era la atracción. A los 13 años, en Munich, se llevó tres medallas de plata. Aquí ganó el oro en los 100 y 200, libre; los 100, mariposa, y en la posta 4x100, cuatro estilos, y la de plata en la 4x100, libres.

Recuerdo las palabras de la argentina Roxana Juncos: "En el vestuario sentí la voz de un hombre. Me asusté. Me di vuelta y la que hablaba era Kornelia Ender. Al lado de ella era una insignificante enanita". Años más tarde, Ender escribió cómo fue producto del controvertido laboratorio de Alemania Oriental para crear super nadadores.

DE AQUI PARA ALLÁ
Cinco horas y medias tensas de una batalla sin claudicaciones, en medio de una multitud delirante ante semejante despliegue de energías y voluntades. Separados por la red de voleibol, polacos y soviéticos brindaron cinco prolongados sets, en una época que para sumar un tanto se debía tener primero el saque. El oro quedó en manos de Polonia, cuando en Montreal ya eran las tres de la madrugada.

Cómo poder olvidar el sonar de las pesas al rebotar en el piso y a ese soviético Vasili Alexeev, de 1,80 metros y 159 kilos, capaz de levantar 440 kilos en la suma de los dos movimientos, para su segunda medalla de oro de los pesados. Es cierto. Vi en acción al poseedor de 80 récords mundiales entre 1970 y 1979.

O la victoria del remero argentino Ricardo Ibarra en la semifinal de single scull y su sexto lugar en la final, con la desazón de ver truncarse la única posibilidad de medalla de su país. O asistir en la natación, cómo Jim Montgomerie quebraba la barrera de los 50 segundos en los 100 metros libre.

Los recuerdos se agolpan de ese ir y venir de aquí para allá. ¡Son tantos! Pretendí trasmitir el valor de los Juegos Olímpicos para los apasionados del deporte, a través de cuanto viví en Montreal 1976.

Por eso, digo: vaya a donde vaya estará lo mejor de lo mejor. Encontrará que cada deporte tiene sus atractivos. Compartirá alegrías y frustraciones, risas y llantos. Serán días imposibles de borrar de su mente y que lo hacen esperar con ansiedad el paso de cuatro años para vivir sus renovados capítulos.

DATOS COMPLEMENTARIOS:
CUBA, EL LÍDER LATINOAMERICANO
Las seis medallas de oro obtenidas por el atleta Alberto Juantorena (dos), el yudoca Héctor Rodríguez Torres y los boxeadores Teófilo Stevenson (pesado), Jorge Hernández (minimosca) y Angel Herrera (pluma) provocaron la explosión olímpica de Cuba, que, a la vez, se convirtió en el líder del deporte latinoamericano.

Esos seis oros, más cuatro platas (tres en boxeo, con Ramón Duvalon, Andrés Almada, Sixto Soria, y una en atletismo, con Alejandro Casañas) y tres de bronce (dos en boxeo, con Rolando Garbey, Luis Felipe Martínez, y una en voleibol masculino), ubicaron a Cuba en el octavo lugar del medallero total de Montreal 1976.

Del resto de los países latinoamericanos, sólo México consiguió una de oro. Estuvo a cargo del atleta Daniel Bautista Roca, en 20 kilómetros de marcha. También logró una de bronce el boxeador pluma Juan Paredes.

El boxeador welter venezolano Pedro Gamarro fue medalla de plata, la única de su país. Brasil sumó dos bronces (Joao Castro de Oliveira en salto triple y en yachting, con Reinaldo Conrad, Burkhard Cordes) y el boxeador minimosca Orlando Maldonado le dio a Puerto Rico su único bronce.

SIN COSECHA PARA ARGENTINA
Desde su aparición en 1924, la Argentina había sido el referente latinoamericano. En diez Juegos Olímpicos llevaba 13 medallas de oro, 18 de plata y 13 de bronce. Desde Helsinki, cuando empezó a notarse su merma, no conseguía subir al tope de un podio, pero en Montreal la sequía fue total.

Su gran esperanza era el remero Ricardo Ibarra, el heredero de Alberto Demiddi, que era su entrenador y no pudo acompañarlo. En la pista de la isla Notre Dame, Ibarra ganó fácilmente su serie y en la semifinal venció a uno de los favoritos, el alemán occidental Peter Kolbe, creando lógicas esperanzas.

La noche anterior a la final, Ibarra comentó: "Estoy muy ansioso y necesitaría la palabra de Alberto (por Demiddi)". Lo consumieron los nervios, largó mal, remontó, se quedó sin energías, fue sexto y último, mientras que desde el fondo surgía, como un convidado de piedra, el finlandés Pertti Karppinen, un singlista que haría historia en el remo, al ganar el oro en tres Juegos consecutivos.

UNA PROEZA QUE NO PUDO SER
Al igual que cuatro años atrás, el finlandés Lasse Viren ganó los 5.000 y 10.000 metros. Tres días después de los 10.000, intentó la maratón, al igual que Emil Zatopek en 1952. Con el agravante de que a esa altura ya había corrido 30 kilómetros más, con las eliminatorias y semifinales, que el checoslovaco cuando inició los 42,195 kilómetros. Lo de Viren fue notable, pero el esfuerzo sólo le alcanzó para concluir en el quinto lugar.

El atletismo aportó otras notables figuras. El soviético Viktor Saneyev ganó el salto triple por tercera vez consecutiva. El húngaro Miklos Nemeth triunfó en el lanzamiento de jabalina estableciendo un nuevo récord mundial de 94,58 metros. Su padre, Imre Nemeth, fue medalla de oro, en el lanzamiento de martillo, en Londres 1948, cuando Milkos no tenía aún dos años.

La polaca Irena Szewinska, de 30 años, se despidió con un triunfo en los 400 metros. Con esa victoria totalizó en su trayectoria olímpica siete medallas (tres de oro, dos de plata, dos de bronce), en cinco diferentes competencias (100, 200 y 400m, posta 4 x 100m y salto en largo), a través de cuatro Juegos.

Las estrellas individuales incluyeron a Klaus Dibiasi, de Italia, que ganó su tercera medalla de oro consecutiva en salto de la plataforma y la aparición del estadounidense Greg Louganis, su escolta, llamado a ser uno de los grandes de los saltos ornamentales.

Las competencias de baloncesto para mujeres fueron incluidas por primera vez, así como el remo y el balonmano femenino.

AVANCES Y RETROCESOS
Analizando el medallero final, fue evidente que el deporte estadounidense sufrió un bajón. Sólo brilló en el básquetbol masculino y en la natación masculina. Sumó 34 de oro, 35 de plata y 25 de oro, para quedar en la tercera ubicación.

Al tope se situó la Unión Soviética, con 49, 41 y 25. Segunda, Alemania Democrática (Oriental), con 40, 25, 25, mientras que Alemania Federal (Occidental) fue cuarta, con 10, 12 y 17.

Pero si se une a las dos representaciones de Alemania, se encuentra que suman 50, 37 y 42. Es decir, más que la Unión Soviética. Los grandes avances estuvieron en Alemania Oriental, Alemania Occidental y Cuba. Siempre y cuando uno juzgue por el valor de las medallas.

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