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Historia de los JJ.OO. - Sidney 2000

BUENOS AIRES -- ¡Impactantes! Desde el comienzo al fin. No sólo fueron los Juegos Olímpicos del deporte, sino los de los habitantes de una espectacular ciudad y de todo un progresista país, carente de límites con otras naciones, capaz de irradiar su manera de vivir, sentir y crecer en una inmensa isla rodeada de temibles tiburones y alejada del resto del mundo.

Impactante fue cada momento vivido en Sidney 2000. Comenzaron en la Villa, construida sobre una loma, a cuyo pie pasaban las aguas de un manso río, donde, como en una postal, relucían los modernos edificios tipo casas de dos plantas, con terrazas con vista al Estadio Olímpico y abastecidos eléctricamente por energía solar.

Omnibus eléctricos cumplían al pie de la letra el lema de los Juegos Ecológicos y recorrían el predio con una periodicidad de 20 segundos para comunicar cada sector. En especial con la del lugar de esparcimiento y de la Zona Internacional. Allí no faltaba nada.

Era como un enorme shopping. Gimnasio, salas de juegos electrónicos e Internet, negocios de toda índole, restaurantes y un auditórium al aire libre, escenario diario de actividades artísticas. ¿Qué más se podía pedir en el paraíso habitacional de los atletas, si hasta los cocineros de la delegación italiana gentilmente los abastecían de sus exquisitas pastas al dente?

Impactaba la maravilla de practicidad y estética del Parque Homebush Bay, reino del Estadio Olímpico, de los estadios de básquetbol, gimnasia, natación, voleibol y hóckey sobre césped, separados con atrayentes sitios para divertirse, disfrutar de una buena comida o conocer la historia de los respetados indígenas australianos.

EL CORAZÓN DE LA CIUDAD
Imaginen ese lugar poblado al máximo de alegres turistas y simpáticos australianos exultantes de felicidad, que se desplazaban en un constante ir y venir. Pero no era el único sitio donde se trasmitía ese particular ambiente olímpico. En el corazón de la ciudad, especialmente en el Darling Harbour, sucedía lo mismo.

Allí estaba el Convention Center (destinado al boxeo, pesas, esgrima y yudo) y el movimiento era incesante en medio de plantas, flores, frondosos árboles, fuentes, bares, stands de marchandising, discos y pantallas gigantes de televisión, en las cuales se proyectaban la actividad de los Juegos.

Panorama similar se vivió en la Bahía, a la que se llegaba desde la Villa a través del río o por tierra en un trayecto de 40 minutos. El escenario del yachting tenía su amarradero en la zona The Rocks, con el marco de la famosa Opera House y el Harbour Bridge, los dos símbolos turísticos de Sydney.

A sus atractivos se sumaron los stands con los productos y la música de los países visitantes, junto a los suntuosos barcos alquilados por empresas multinacionales para recibir a los deportistas y sus invitados. Una maravillosa visión a la luz del sol o mediante las luces que iluminaban la noche, mientras en la Casa de Irlanda corría la cerveza a raudales.

MARAVILLOSA APERTURA
Sidney impactaba con su belleza, su abanico de propuestas cautivantes y su colorido ambiente de fiesta. ¿Cómo no iba a impactar la ceremonia inaugural unida por pantallas de televisión a cuanto sucedía en la Bahía? Empezó el conteo, coreado por quienes tenían el privilegio de estar en las tribunas. Diez, nueve, ocho... dos, uno, cero.

Al enorme escenario de extrañas formas circulares y rectas ingresaron 120 jinetes portando las banderas de Australia y Olímpica para en su cabalgata formar varias veces y de distintas maneras los cinco anillos olímpicos. A partir de ese instante fue un carrusel de efectos, color y energía.

Dieciséis actos, 12.600 personas en escena para exponer el amor a su tierra, al océano y a la humanidad. Desde Soñando en la profundidad del mar, con una desenvuelta niña de 13 años nadando en el espacio, para repasar, con activa presencia aborigen, la historia de la isla hasta llegar a la actualidad, simbolizada en el progreso, en una impecable y maravillosa escenografía, plena de música y perfección.

Tuvo un importante agregado. Sidney no apostó para encender la llama olímpica ni a la espectacularidad de un flechazo como en Barcelona, ni al corazón como en Atlanta, a través de Muhammad Alí. La puso en manos de su atleta negra Cathy Freeman, líder de los derechos aborígenes, como un llamado a un mundo ideal carente de discriminación.

En ese último acto tradicional existió una falla en el único toque tecnológico, advertida sólo por quienes estábamos al costado del escenario. Freeman, parada en el centro de una cascada artificial, colocó la llama en una especie de ascensor que debía conducirla al alto pebetero. Cuando quisieron ponerlo en movimiento, se trabó. La atleta permaneció inmóvil, el estadio estaba en silencio, pasaban los segundos, los minutos, la orquesta repetía la partitura, el agua desbordaba y, cuando ya cubría los pies de los músicos, el ascensor se elevó ovacionado por el público, acompañado por los fuegos artificiales encendidos en el Houborg Bridge y que se veía y oía a través de las gigantes pantallas de televisión.

Y para cerrar la inolvidable jornada, el impactante regreso de los atletas caminando a la Villa, cobijados por las estrellas de un noche templada, en una compacta y alegre caravana, en la que se codeaban idiomas y razas en una unión plena de felicidad, porque los Juegos del Milenio ya estaban en marcha y había llegado la hora de poner los músculos en acción.

PRIMERO EL THORPEDO, LUEGO HOGGIE
Veinticinco récords mundiales y 11 olímpicos en las 36 competencias de natación encandilaron el Aquatics Center y a los Juegos, en medio de una batalla por la supremacía entre los nadadores aussies y los yanquis. Primero fue el local Ian Thorpe, de 17 años, bautizado Thorpedo, el encargado de deslumbrar.

Parecía que venía paseando, con un ritmo dominguero y sin ningún esfuerzo. Viajaba sobre el agua, golpeaba sin ofrecer el mínimo quiebre de las rodillas. Sus brazos no se apuraban. Colocaba sus enormes manos como si fuesen las palas de un remo. Batió el récord mundial de los 400 metros, libre, e hizo vibrar hasta los canguros y los koalas australianos.

El país se paralizó por dos minutos para ver la final de los 200, libre. Thorpe, calificado con el último fenómeno de la natación, era el candidato, pese a que el holandés Pieter van den Hoogenband, más conocido como Hoggie, había mejorado la plusmarca mundial en las semifinales.

Y Hoogie batió al mito. "Salí a nadar sin una táctica previa. Mi única idea fue imprimirle velocidad a la carrera". Vaya si le metió ritmo a la carrera, asemejando ser una lancha a motor de alta competición.

Impresionante fue también su triunfo en los 100, libre. Cinco cabezas asomaron al mismo tiempo, cuando dieron la vuelta en mitad de la prueba, luego todo perteneció al holandés e impactó ver el rostro de Alexander Popov, poseedor de los dos últimos oros en esa distancia, al advertir que ni siguiera había alcanzado un lugar en el podio.

MARION JONES Y MAURICE GREENE
Tan distintos, tan iguales. El patriota Mo Greene martillaba contra el suelo. Pegaba fuerte con la punta del pie, mientras pisaba balanceándose a la derecha y a la izquierda. Hacía muchísima fuerza con los cuádriceps y con el recto. Iba en el aire, sin apoyar los talones. Y ganó los 100 metros, como todo el mundo suponía.

La plateada Jones era más parecida a una gacela. Ella sí apoyaba el calzado. Iba más derechita que Mo. Bajaba el zapato, presionaba con la suela y hacia un movimiento suave como si impulsara el tartán hacia atrás. Y también triunfó en los 100 metros. Casi como se descontaba.

Fueron las figuras de un atletismo sin récords después de 52 años. Con todo, para los australianos su estrella se llamó Cathy Freeman, quien, tras su victoria, hizo temblar el cemento del estadio por la ovación que acompañó su vuelta olímpica portando las banderas australiana e indígena.

ROSARIO DE MOMENTOS IMPACTANTES
Los de la tristeza. Ver como Sergei Bubka, el zar de las alturas, no pasaba los 5,70 metros para estar en la final. Y se despedía así de su historia olímpica. A la jamaiquina Marlene Ottley, correr a los 40 años su novena final olímpica y concluir su estupenda trayectoria sin poder lograr ningún oro. Al canadiense Donovan Bailey, ex recordman mundial de los 100 metros, quedar eliminado en las semifinales.

Los de la alegría. Observar los rostros de Susanthika Jayasinghe cuando se convirtió en la primera mujer de Sri Lanka en ganar una medalla, con su tercer puesto en 200 metros; el de la atleta de Mozambique María Lurdes Mutola, al conseguir finalmente su ansiada medalla de oro en los 800 metros, y el de los futbolistas de Camerún festejado la medalla de oro.

Los de la emoción. Al presenciar a la norteamericana Marla Runyan, disminuida visual, casi ciega, quien ya había competido en Juegos Paralímpicos, ser octava en los 1.500. Y el lanzamiento de tres puntos que falló el base lituano Juvikevicius, cuando su equipo perdía ante el Dream Team por 85 a 83 y faltaba un segundo para finalizar la semifinal.

LA HORA DE LA DESPEDIDA
El Homebush Bay, el Darling Haubor, el The Rocks, la ciudad toda ardía, el cielo explotaba y la gente danzaba, al ritmo de los fuegos artificiales, mientras por las pantallas gigantes disfrutaba de la ceremonia de clausura.

En el estadio había desaparecido la majestuosidad de la apertura. Era un show que trasmitía la satisfacción del deber cumplido y obligaba con su sonido a mover los pies. Unieron a la carismática cantante Vanessa Amorisi con el golfista Greg Norman haciendo swings sobre un tiburón blanco. A John Paul Young y su "El amor está en el aire" con el actor Paul Hogan (Cocodrilo Dundee) sobre un clásico sombrero australiano.

Y en medio de ellos, los atletas bailando y sacando fotos. Imponente, el deporte unía a 199 naciones. Así, los mejores Juegos Olímpicos de la historia se transformaron en un bello recuerdo.

DATOS COMPLEMENTARIOS
Festejaron la plata como si fuese oro
Primero enjugaron las lágrimas de las ilusiones perdidas, después festejaron la medalla de plata como si fuese en oro. En realidad, para la historia del hockey sobre césped femenino de la Argentina, el subcampeonato tenía el valor de una presea dorada.

Habían caído frente a Australia por 3-1, pero quedaba el valor de ese segundo puesto y de una increíble remontada para alcanzar la final, cuando todo parecía perdido.

Se autobautizaron Las Leonas y éstas, conducidas por Sergio Vigil, fueron: Mariela Antoniska, Soledad García, Magdalena Aicega, María Ferrari, Anabel Gambero, Ayelén Stepnik, Ines Arrondo, Luciana Aymar, Vanina Oneto, Jorgelina Rimoldi, Karina Masotta, Paola Vukojicic, Laura Maiztegui, Mercedes Margalot, María de la Paz Hernández y María Cecilia Rognoni.

El yacthing le dio a la Argentina las otras tres medallas que consiguió. Mauricio Espínola, en la Clase Mistral repitió su notable actuación de Atlanta y sumó su segunda plata, en tanto, Javier Conte y Juan De la Fuente, en la Clase 470, y Serena Amato, en la Clase Europa, obtuvieron la de bronce.

Así, al igual que los otros países de América Latina, con excepción de Brasil, mejoró su actuación de cuatro años atrás.

A la vez, los atletas argentinos obtuvieron siete diplomas olímpicos (puestos premiados). El voleibol masculino y Gabriel Taraburelli, en taekwondo, en la categoría hasta 58 kilos, ocuparon la cuarta ubicación.

El boxeador Ismael Pérez, quinto en peso pluma. El piragüista Javier Correa, sexto en 1000 metros en K1. El ciclista Juan Curuchet y su hermano Gabriel Curuchet fueron séptimos en la prueba Madison (americana). La pesista Nora Koppel, octava en hasta 63 kilos. El hockey sobre césped masculino se clasificó en el octavo lugar.

Renovó entre triunfos y derrotas
Cuba renovó su condición de baluarte de región, con 11 de oro, 11 de plata y 7 de bronce. Esta vez el boxeo contó con el fuerte apoyo de otros deportes. A los cuatro triunfos de los boxeadores (el pesado Félix Savón, conquistó su tercer título consecutivo, Guillermo Rigondeaux, Mario Kidelman y Jorge Gutiérrez), se unieron los de los atletas Amier García e Iván Pedroso, las judocas Legna Verdacia y Sibelis Verames; Filiberto Ascuy, en lucha grecorromana; Angel Matos, en taekwondo y el equipo femenino de voleibol, sus Morenas del Caribe, que sumó su segundo oro consecutivo.

En cambio, debió lamentar la derrota del béisbol, justo en la jornada que eliminaron a cuatro boxeadores en cuartos de final y al conjunto masculino de voleibol, que tenía aspiraciones de subir al podio. Pese a ello, finalizó entre las diez naciones más exitosas.

México, que apenas consiguió una medalla en cada uno de los tres Juegos precedentes y ningún oro desde Los Angeles en 1984, ganó un galardón dorado con la pesista Soraya Jiménez y otros cinco metales para archivar en Sydney su mejor resultado en 16 años.

Colombia, ausente del medallero en Atlanta, ganó la primera presea de oro de su historia con la pesista María Isabel Urrutia. Mientras, Costa Rica no pudo repetir el oro de Claudia Poll en Atlanta, pero la destacada nadadora se adjudicó dos bronces que ella definió "como si fueran igual a una de medalla de oro."

Chile y Uruguay aparecieron de nuevo entre los países que lograron medallas, a través del bronce su equipo de fútbol y de la plata del ciclista Milton Wynnants, respectivamente.

Brasil, que llegó a Australia con muchas expectativas, se quedó sólo con 12 preseas, tres menos que cuatro años antes, y no pudo festejar ningún título, a pesar de que cada día esperaron el oro, primero con deseos, luego con ansiedad y más tarde con desesperación.

Sus experimentados veleristas equivocaron la táctica y los nervios los traicionaron, aparentemente presionados en momentos en que estuvieron cerca del lugar más alto de podio. Robert Scheidt ganó la plata, pero la pareja Torben Grael y Marcelo Ferreira apenas se llevaron el bronce, cuando tenían el oro casi en sus manos a falta de una regata.

Algo similar le ocurrió al superfavorito jinete Rodrigo Pessoa y su millonario caballo francés Baloubet, quien perdió su oportunidad de luchar por las medallas, cuando su montado rehusó saltar en un recorrido.

Y que se puede decir del conjunto de fútbol, que Camerún lo destruyó en pleno camino...

Otros detalles
Durante la Ceremonia de Apertura de los Juegos, la atleta Cathy Freeman se convirtió en la primera nativa en encender la llama olímpica y la segunda mujer en hacerlo, después de la mexicana Enriqueta Basilio.

199 naciones participaron en los Juegos, creando una nueva marca. Afganistán no participó al hallarse suspendida desde la instauración del régimen Talibán.

Por primera vez, Corea del Norte y Corea del Sur marcharon bajo una misma bandera durante la Ceremonia inaugural; la cual era blanca con el territorio de la península en color azul.

Éric Moussambani, de Guinea, nadó en solitario durante las eliminatorias de 100 metros, libre, porque descalificaron a sus rivales por falsa salida y empleó 1.52 .72 minutos.

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