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Por primera vez fue la Copa América

BUENOS AIRES (EFE) -- Para la disputa de la Copa América en 1917, partida inicial del campeonato sudamericano, las autoridades del fútbol uruguayo hicieron construir un bellísimo estadio, situado frente al actual Centenario.

Tenía una hermosa tribuna techada, entramado de hierro, escalones de madera y ofrecía una capacidad para 15.000 personas. Todo el resto del contorno de la cancha estaba reservado a "las populares".

El torneo contó con la presencia de cuatro representaciones del fútbol continental: Argentina, Brasil, Chile y Uruguay y se inauguró el 30 de septiembre de 1917 enfrentándose uruguayos y chilenos con el arbitraje del argentino Germán Guassone.

Venció Uruguay por 4-0. Posteriormente Argentina superó a Brasil 4-2 y a Chile 1-0, Uruguay goleó 5-0 a Brasil y ésta selección se desquitó ante Chile y ganó por 5-0.

Argentina y Uruguay, invictos, quedaron convocados para jugar la final el 14 de octubre. Ocurría en aquellos tiempos felices que la mayoría de los jugadores de fútbol tenían empleos o actividades profesionales o eran estudiantes, razones que no les permitían alejarse demasiado tiempo de sus bases.

Así sucedió que los integrantes de la delegación argentina, dirigentes y jugadores, después del partido jugado frente a Chile el 6 de octubre, regresaron a Buenos Aires proponiéndose regresar a Montevideo en circunstancias propicias para disputar la final.

Precisamente, en aquellos mismos días, La Federación Obrera Marítima Argentina, poderoso sindicato que agrupaba a los trabajadores portuarios y personal embarcado, convocó una huelga que paralizó los barcos y los puertos.

Los "vapores de la carrera", que unían Buenos Aires y Montevideo, quedaron amarrados en el puerto y con ello incomunicadas las capitales del Plata ya que -salvo la posible utilización casual de vapores de ultramar- aquellos queridos, inolvidables +vapores de la carrera+ eran el único enlace entre las orillas del río que descubrió Juan Díaz de Solís.

Aquella huelga de los portuarios fue muy dura y larga, sin que la faltara el matiz dramático. El equipo argentino tenía que viajar para jugar la final y hasta el último momento alentó la esperanza de que el conflicto pudiera solucionarse, pero todas las gestiones de buena voluntad fracasaron. Llegó el día 12 y hubo que tomar una resolución heroica.

Era una cuestión de honor que los futbolistas argentinos estuvieran presentes en Montevideo en el día y la hora de la cita.

Eran tiempos en que para un deportista significaba un orgullo vestir la camiseta nacional. Eran los tiempos en que el amor a la patria se demostraba con cosas más importantes que lucir unas cintas con los colores de la bandera en la solapa de un abrigo.

El día 12 de octubre se iniciaron las gestiones ante las autoridades de la Marina de Guerra argentina en busca de una medida rápida para facilitar el viaje de los futbolistas. Y en la tarde de aquel día, cuando se cumplían 425 años de la llegada de Colón a las costas de América, partía de la Dársena Sur del Puerto de Buenos Aires, con destino a Colonia del Sacramento, una torpedera que llevaba a bordo a la delegación albiceleste.

La pequeña embarcación navegó con viento de frente y río encrespado. Por falta de espacio y debido a las comodidades más que limitadas de una pequeña nave de guerra, los pasajeros sufrieron penurias. Los jugadores pasaron la noche en Colonia en condiciones muy precarias y en la mañana del día 13 abordaron el tren "lechero" del "Central Uruguay Railway" que, dando tumbos durante cinco horas y deteniéndose repetidas veces para cargar tarros de leche y algún viajero, recorrió los 160 kilómetros que separan a Colonia de Montevideo.

A las tres menos diez minutos de la tarde de aquel día 14 de octubre el equipo argentino entró a la cancha del "Parque de los Aliados", encabezado por el capitán Pancho "El Vasco" Olazar, el destacado jugador del Racing de Avellaneda. Una gran ovación, estruendosa, cariñosa, saludó a los jugadores argentinos en reconocimiento al esfuerzo -casi heroico- que hicieron para estar presentes el día elegido y a la hora señalada para la final.

Y como demostración de que la aventura de la torpedera y el tren "lechero" no habían mellado el espíritu de aquellos atletas, el arquero Carlos Isola, elegante y desenfadado, con su pinta de "play-boy", entró a la cancha dando ágiles saltos, prueba de juvenil alegría y expresión triunfal de aquella falange de futbolistas para los cuales no hubo trabas ni obstáculos que impidieran el "cumplimiento del deber".

El árbitro del partido fue el señor Livingstone, chileno, padre de Sergio Livingstone, "El Sapo", aquel distinguido deportista que unos años más tarde fue brillante guardameta del equipo nacional de su país y que también defendió los colores del Racing Club argentino.

Con la camiseta argentina jugaron Isola; Ferro y Reyes; Matozzi, Olazar y Martínez; Calomino, Ohaco, Martín, Hayes y Juan Perinetti y con la uruguaya, sin que se modificara la alineación en todo el torneo, actuaron Saporiti; Varela y Foglino; Pacheco, Rodríguez y Vanzino; Pérez, Héctor Scarone, Romano, Carlos Scarone y Somma.

Aquel partido final por la Copa América constituyó un acontecimiento deportivo y social como acto de afirmación fraternal entre los pueblos del Plata. En el Palco de Honor del estadio estaban el presidente de Uruguay, Feliciano Viera, sus ministros, el cuerpo diplomático, gran cantidad de personajes y las señoras más distinguidas de la sociedad montevideana.

El encuentro en el que se enfrentaron los más famosos jugadores uruguayos y argentinos, fue un lance de caballeros, una lucha de titanes, una expresión cabal de fútbol jugado por verdaderos maestros de este deporte. Venció Uruguay 1-0 e inscribió su nombre, el primero, al pie de la Copa América.

Como detalle del partido que no puede omitirse sobresalió la actitud de caballero de uno de sus protagonistas. Un avance profundo de la vanguardia argentina obligó a Cayetano Saporiti, guardameta uruguayo, a arrojarse a los pies de Martín, centrodelantero argentino. Saporiti salvó su meta, imbatida en todo el torneo, pero quedó lesionado a tal punto que tuvo que abandonar el campo de juego.

Faltaban veinte minutos para el final del encuentro. Martín, considerándose causante involuntario de la lesión de Saporiti, quiso abandonar también la cancha para compensar así la forzada ausencia de su rival y hacer que los dos equipos quedaran con diez jugadores.

Jorge Pacheco, capitán de Uruguay, se opuso con energía a la caballeresca intención de su rival y lo instó a que siguiera jugando.

Así era el fútbol entonces y así el tono de nobleza y hombría de bien de aquellos jugadores.