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Chava Reyes, pastor oculto del Rebaño

LOS ÁNGELES -- "Que sólo aquel que ha vivido, tiene derecho a morir", reza un proverbio indio.

Con Chava Reyes fue distinto: vivió tan a plenitud que bien pudo morir antes, y el destino decidió dejarlo vivir tanto para que los demás pudieran vivirlo a plenitud.

Fácilmente, se erigen obituarios en la simplicidad de sus cifras. Se levantan mausoleos en la recurrencia de lugares comunes.

Sus 122 goles y sus 7 títulos lo exaltan como héroe de Chivas. Su cortesía y bonhomía lo ejemplifican como ser humano que no necesitaba fingir como humano para poder ser.

El tiempo devora la Leyenda Suprema de Chivas. No hablo de sus hombres, sino de su Nación. No hablo de los miembros del Campeonísimo, sino del Campeonísimo mismo.

Jaime Tubo Gómez lo bautizó como el Equipo del Siglo XX. Sin duda para México lo fue. Chivas tiene sus cimientos en la memoria intocable de aquel grupo. Chivas es más hoy por los manuscritos de los años sesentas y setentas que por su pasado reciente, por su catatónico presente y por su, en apariencia, esmirriado futuro.

Javier de la Torre, padre del Yayo, tío de Chepo y de Néstor, era el entrenador de aquel Campeonísimo que fortaleció un pilar, una columna vertebral tan sólida, que aún le permite, sin encorvarse por los estragos de la edad, ser el sostén de un equipo de retoños innobles e inmerecidos de semejante tronco.

Bien lo dijo Johan Cruyff: Chivas está por cumplir 43 años con sólo tres títulos. Pero también se equivocó quien fuera un jugador perfecto en la cancha. Sí, cuando Cruyff cuestionó el prestigio de Chivas, cometió la estulticia suprema de su ignorancia sobre el equipo al que él esquilmó 2 millones de euros por nueve meses de irresponsable asesoría.

La vigencia de ese Campeonísimo no la deterioran las muertes de sus espartanos vestidos de frac. Por el contrario: en el contraste, queda claro que el futbol mexicano no ha consolidado un emperador como aquel Guadalajara.

Lejos de momificarlo, de desahuciarlo, de embalsamarlo, el tiempo rejuvenece al Campeonísimo. Esa leyenda colectiva se agiganta cuando se mantiene como referente. En México lo es.

Javier de la Torre, luego de una sesión de entrenamiento con Gallos del Jalisco, quiso hablar, a libreta cerrada y grabadora apagada, de aquel irrepetible Campeonísimo.

Al margen de que su caballerosidad catalizaba al grupo, revelaba De la Torre, había un hombre que daba armonía, orden y conciliaba, y reconciliaba, en un vestuario lleno de personalidades atrabancadas, indomables, extravagantes, polémicas, y si se quiere, hasta ingobernables.

Un vestidor, de espacios muy reducidos, con temperamentos orgullosos y mecha corta como Tomás Balcázar, Tigre Sepúlveda, Tubo Gómez, Héctor Hernández, Cabo Valdivia, y con personajes de indeclinable orgullo como Jamaicón Villegas, Curita Chaires o el Chololo Díaz. Era un volcán siempre amenazando con hacer erupción.

Había un pararrayos perfecto: Salvador Reyes. "Él se encargaba de calmar ánimos, de aplacar disturbios, de la broma oportuna. Sobre todo, porque era un ejemplo en la cancha y eso le daba un liderazgo inconsciente sobre el grupo", recordaba esa tarde Javier de la Torre tras el entrenamiento del Jalisco en el Parque de San Rafael, jugueteando como siempre, con el cordón que al otro extremo tenía sujeto el silbato.

De la Torre explicaba que "Chava Reyes le daba a ese grupo un sentimiento de alianza y de unión. En el vestidor y fuera de él, se hacían creer entre ellos que eran rivales, que no podía ser amigos, pero todos eran tan profesionales que en la cancha parecían hermanos. Y cuando había broncas era evidente que si no eran amigos, sí eran hermanos".

La hermandad rojiblanca era más fuerte que la enemistad. No necesitaban ser amigos: el amor fraterno dejaba el concepto de amistad como un sentimiento frívolo en ese grupo.

En esa época de confesiones de Javier de la Torre, los miembros del Campeonísimo salían del retiro, y se reunían para entrenar los miércoles o jueves y jugar los fines de semana. El embajador entre esos hermanos que no amigaban, era Chava Reyes, y le apoyaba Miguel Rosas.

Por amistad con Miguel asistí a varias de esas verbenas a pesar de mi evidente, confesa y arraigada vehemencia antichiva. Y podía constatarse en esas largas horas de convivencia entre esos monstruos del futbol mexicano: no se trataban como amigos, pero convivían con hermanos.

Y siempre, en esa larga mesa familiar, la cabecera estaba, irrefutablemente, reservada para Chava Reyes. Nadie osaba siquiera sentarse ahí. Ni siquiera personajes tan astutos, gritones, bravucones, desafiantes, albureros e imponentes como el Tigre o el Tubo o Tomás.

Este sábado pasado, la cabecera de esa mesa legendaria, se ha quedado vacía. Ojo: no se sientan a esa mesa de la inmortalidad los fantasmas, sino las memorias.

"Que sólo aquel que ha vivido, tiene derecho a morir", dice el proverbio indio.

No sé si Chava Reyes ejerció ese derecho absoluto, pero, insisto, lo cierto es que la cabecera de esa larga y fascinante mesa familiar de fin de semana, ha quedado vacía.