<
>

Huracán-San Lorenzo, o el contraste entre el deseo del hincha y la realidad

¿Qué quiere el hincha cuando va a ver un clásico? Quiere, antes que ninguna otra cosa, ganar. Si no lo consigue, espera que su equipo juegue bien, o quizás que sus jugadores demuestren que han hecho todo lo posible por el primer objetivo, que es ganar. Anhela que lo demuestren de forma contundente, sin dejar dudas. Luego, recién en último término, en el fondo de la canasta de posibilidades deseables, aparece el módico deseo de no perder.

Entonces, ¿por qué muchos equipos del fútbol argentino tienen las prioridades al revés a la hora de afrontar un clásico? Añoran, como principal meta, la evasión de la derrota. Quieren, antes que nada, no perder. Y luego, si la bondad implícita del juego le abre posibilidades que no buscaron, tal vez se encuentren con una victoria de ocasión.

En ese contraste se vivió el clásico de la Copa de la Liga entre Huracán y San Lorenzo. El pueblo de Parque Patricios llenó el estadio Tomás Adolfo Ducó una vez más, algo que ya se convirtió en costumbre a la hora de enfrentar a los de Boedo. Varias decenas de miles de personas llegaron con una ambición clara e indiscutible: ganarle a su histórico rival en el autodenominado "clásico de barrio más grande del mundo". Nadie caminó por Colonia hasta Amancio Alcorta o por Luna hasta Miravé con el afán de disfrutar de un prolijo empate. La espera y el respeto por este encuentro se honra con la irrenunciable aspiración de un rotundo éxito.

El duelo porteño tiene un presente mucho más parejo al que se presume. Todos los partidos de las Copas de la Liga y similares (Copa de la Superliga y Copa Diego Maradona) habían terminado igualados, aunque es cierto que en 2019 San Lorenzo eliminó a Huracán por penales tras dos 0-0. Además, de los diez anteriores duelos de Liga, cuatro ganó San Lorenzo, cuatro fueron empates y dos ganó Huracán. Es decir que los hinchas de Parque Patricios ya no ven la victoria como algo lejano y ajeno.

"Esta tarde cueste lo que cueste, esta tarde tenemos que ganar", cantaron las cuatro tribunas desde una hora y media antes del comienzo del partido. "Tenemos que ganar" dice, sabia, la canción. No grita "tenemos que tratar de no perder". El hincha va por todo, siempre. Sueña lo máximo. Más aún el hincha del fútbol argentino. Aquí el sueño es salir campeón. Para los cinco grandes o para los que recién llegan a Primera.

El pueblo de Huracán conoce las limitaciones de su equipo, los problemas del presente y las dificultades que terminaron en la salida de su entrenador Facundo Sava. Ellos son víctimas y victimarios de las urgencias de este tiempo. Pero al mismo tiempo saben que el fútbol es generoso y que un plan ambicioso a veces alcanza para conseguir resultados que se festejarán por años. Esa es otra de las razones por las cuales el triunfo es el gran objetivo: porque es tan grande el premio, que vale la pena arriesgarse.

Sin embargo, los profesionales muchas veces piensan lo contrario. Si hay mucho para ganar, significa hay aún más para perder. Y allí es cuando aparece el principal enemigo del buen fútbol: el miedo. Es imposible jugar bien si se juega con temor a la derrota. Así no hay inventiva, no hay toma de riesgos, no hay asociaciones colectivas, ni arrestos individuales. Cada movimiento está condicionado por la posibilidad mortal de la derrota.

No importa quiénes jueguen, ni los sistemas tácticos o las estrategias. Si el miedo irrumpe, no hay salvación. El pavor adquiere diferentes formas, como esos monstruos proteicos de algunas historias terroríficas. Su forma más común es la cautela. Pero también se puede ver en la imprecisión, o en la exagerada vehemencia, que muchas veces viene disfrazada de valentía.

Este sábado, Huracán y San Lorenzo protagonizaron un 0-0 del que es casi imposible hablar en términos futbolísticos. Un empate en el que no hubo acciones positivas de juego. El visitante nunca quiso ir a buscar el área rival, mientras que el local tuvo mínimos arrebatos aislados sin lucidez ni inteligencia. Se cancelaron por temor.

Los cuerpos técnicos de ambos clubes se fueron con la sensación de la tarea cumplida: evitaron la derrota sin que importe cómo. Todo lo contrario ocurrió con el público. En los minutos finales, la gente de Huracán intentó empujar al equipo, que no acompañó ese aliento. La multitud se retiró en silencio, sin ofrecer aplausos ni reconocimiento alguno a sus representantes por haber cumplido con el deseo más insignificante de todos.