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Uriel Antuna anota el gol de la extorsión y la tregua para México en empate ante Estados Unidos

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Cocca: 'Las pocas cosas que se trabajaron salieron muy bien' (0:59)

El DT del Tri destaca la personalidad del equipo (0:59)

PHOENIX -- Un gol inútil, pero valioso. El de Uriel Antuna es un gol intrascendente, insignificante, nimio, pero valioso, no sólo porque impide la derrota de México ante Estados Unidos, aunque no tiene peso competitivo y tal vez ni histórico, acaso anecdótico, pero resulta valioso.

Es el gol de la tregua, de la expiación, gol que narcotiza, que anestesia la furia, la rabia del aficionado mexicano tras el ridículo en Qatar 2022 y la serie de maquinaciones turbias en la Federación Mexicana de Futbol.

Sí, un gol inútil, pero valioso. Ese, el de Antuna, en el empate 1-1 entre Estados Unidos y México en el mal llamado Clásico Continental, porque negocia una pausa, una tregua, un oportuno armisticio, entre una afición enturbiada por el fracaso consistente, especialmente ante Estados Unidos.

Diego Cocca entra en un remanso de paz y cautela a la espera de la Semifinal de la Liga de las Naciones y la Copa Oro. Al menos su vesícula no supurará por unos días. No perder en tiempos de crisis y caos, de desconfianza y recelo, termina por ser un bálsamo de conformismo y autocompasión.

Más allá de la incomodidad de empatar ante México, la US Soccer encontró varias formas de consolarse: 55,730 boletos vendidos, una taquilla superior a los $2,000,000 y, además, #ElGrito sólo apareció una vez en el State Farm Stadium y ocurrió hasta el minuto 92.

¿El balance final? Nada más que exigirle a México. Hubo voluntad y superioridad, temple, virtud que se había perdido ante Estados Unidos. Eso sí, el primer tiempo fue horroroso, un trauma difícil de erradicar de quienes debieron presenciarlo.

Miedos compartidos

Más allá de ser ambos técnicos emergentes, reclutados a través del 911, de entre los catálogos desesperados del S.O.S, y de la avidez de la improvisación, queda claro que Cocca y Anthony Hudson tienen algo más en común: un temor reverencial e insultante a perder el hueso accidental que situaciones turbias pudieron en sus manos.

Y a los padecimientos tácticos de los entrenadores, a los estremecimientos de incompetencia se sumaban las negligencias técnicas de los jugadores con evidentes deficiencias en la recepción, el control y la entrega del balón, debatiéndose dramáticamente en la imposibilidad de organizar coherentemente una jugada.

Las mejores oportunidades se gestaban por la inercia de rebotes o balones pésimamente descontrolados más que controlados. Sí, fue un horroroso primer tiempo. Ciertamente, México fue mejor. Al menos, en el caos había más intención y pretensiones, pero las últimas jugadas estaban marcadas por la desesperación y la coz insalubre al balón que terminaban por irse a un lado, eso sí, con el fervor candoroso, inocentón y generoso de los aficionados que firmaban con alaridos acciones cargadas de fantochería o de escapismo de sus propios y amadísimos seleccionados mexicanos.

La afición también se desentendió del partido con menos disimulo que los jugadores mismos. Sacaron del escaso repertorio del ocio las rutinas sabidas para vivir en la tribuna esa catarsis que le negaban en la cancha. Había que desquitar al menos con sus propios recursos el asalto centavero del que eran objetos.

Una tribuna poblada de verde, la población flotante de siempre. Mexicanos de todas las edades con el sarape verde de la nostalgia untado y hasta con nombres en la espalda que han caducado en el concierto mundial. Chicharito, por ejemplo, queda sólo como un objeto de poco ornato en el museo tricolor.

Evocaron la ola, invocaron el “¡Mé-xi-co! ¡Mé-xi-co!”, y se apaciguaban. Carcajeaban con los amagues de Antuna, en bailoteos más jocosos que útiles y acompasados. Sí, poco había que regocijarse de lo que pasaba en la cancha, donde sólo Luis Chávez, Erick Sánchez y Alexis Vega parecían tener nociones e intenciones de responsabilizarse para jugar al futbol. Los aficionados retomaban la ola y ametrallaban sus gargantas el tartamudeo de su patria: “¡Mé-xi-co! ¡Mé-xi-co!”.

Bajo ese escenario, el 0-0 era un himno a la obviedad al irse al descanso. Imposible esperar más entre semejante concierto de desconcierto futbolístico.

Error y milagro

El segundo tiempo comienza con la misma tónica: presión, represión y compresión, amontonamiento en media cancha y pocas esperanzas de que revolcara el marcador.

El error, el único catalizador que podía romper el equilibrio de mediocridades, ilumina finalmente el marcador. Desatenciones de Estados Unidos en la salida, torpeza en la coordinación y la entrega. Antuna se encuentra con el regalo, hurta el balón y se lanza en galope sobre la meta de Sean Johnson.

El gol parecía tan inevitable, que sólo Antuna podría fallarlo, pero no lo hizo; acomoda el cuerpo, amaga y toca suavemente para el 0-1 y así, encender la esperanza de que el partido tomaría otro rumbo y Estados Unidos otra actitud, más allá de esa versión tan promiscuamente timorata de encarar el juego bautismal, que era el inicio de una serie de amistosos que tendrá año tras año.

Pero, al minuto 81, se vino abajo el castillo de naipes y de mentiras. Sí, México parecía más cerca del 2-0, pero Estados Unidos consiguió el empate. Ya Sergiño Dest había desbaratado el bloque mexicano con una facilidad penosa y pasmosa para que, además, Víctor Guzmán, uno de los más serios en la cancha, colaborara en el concubinato del gol de Jesús Ferreira para el 1-1.

Estados Unidos volvió a atrincherarse y México apeló al instinto de conservación y a acurrucarse en las bondades del empate como escape desesperado al riesgo de una derrota.

Al final, además de esa manifestación de #ElGrito, un sonoro abucheo.