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El mito del recambio forzoso

BUENOS AIRES -- Uno de los síntomas de un equipo que no encuentra el rumbo es la inestabilidad laboral. Los resultados se niegan, el funcionamiento armónico es una utopía, entonces el entrenador mete mano en la formación cada domingo para tratar de enmendar lo que parece un caos.

A la inversa, cuando los equipos juegan fluidamente, cuando las piezas finalmente se acomodan, sobreviene la estabilidad. La alineación que logra el bendito equilibrio por el que claman todos los técnicos suele permanecer intacta a menos que haya lesionados.

El Vasco Arruabarrena llegó a Boca en medio de una crisis. No sólo futbolística, sino de fe. El que no ganaba, el que no daba pie con bola no era un Boca cualquiera, sino uno dirigido por Carlos Bianchi.

Si Bianchi, cuya fama de gurú invencible había justificado su retorno al club, no conseguía enderezar las cosas, se trataba en efecto de un caso perdido. De un plantel incorregible.

Sin embargo, con algunos certeros ajustes del Vasco, ese Boca desconcertado empezó a pisar cada vez más fuerte. A sumar victorias y a hacerse respetar nuevamente, luego de una etapa en la que vencerlo, incluso en La Bombonera, parecía una tarea accesible para cualquiera.

El elocuente 3-0 ante Rosario Central, que le permitió pasar a octavos de final de la Copa Sudamericana, fue un punto alto de ese proceso. Acaso la canción más afinada de la nueva gestión.

Allí, uno de los hombres postergados por Bianchi, Andrés Chávez, clavó dos golazos. Luego de esporádicas apariciones tibias durante el mandato de Bianchi, Chávez viene dando indicios crecientes de su porte de goleador. De su potencia y jerarquía para definir.
Pero, curiosamente, una vez que el equipo alcanza la versión largamente anhelada, irrumpe el gran mito del recambio necesario.

Ya saben: rotar jugadores para evitar el supuesto agotamiento que acarrearía la seguidilla de esfuerzos. Según parece, jugadores jóvenes y entrenados para la alta competencia no pueden afrontar dos partidos semanales.

Así, Arruabarrena, para enfrentar a Banfield, decidió desandar el camino recorrido y afectar los puntos neurálgicos de un equipo que estaba despegando. Porque mandó a descansar a dos hombres clave de esta recuperación. Precisamente Chávez (le dejó su lugar al Burrito Martínez) y Marcelo Meli, puntal de la mitad de la cancha y socio eficaz de Fernando Gago, que además se apropió de las simpatías de la tribuna. En su lugar fue Gonzalo Castellani.

El ingreso de Emanuel Insúa por Nicolás Colazo tiene sentido no sólo para refrescar al equipo sino porque le devuelve a un especialista -de buenas campañas, por otra parte- la custodia del lateral izquierdo en el que Colazo fue un voluntarioso improvisado, por más que haya cubierto el puesto con solvencia.

El propio Arruabarrena, con sus retoques pretendidamente forzosos, proyectaba una amenaza a la solidez y previsibilidad que Boca había construido en unas pocas fechas. Nadie discute la capacidad de Martínez y Castellani (Martínez es probablemente mejor que Chávez y Castellani está parejo con Meli); lo que se objeta es la oportunidad. Cuando los futbolistas se asientan, cuando dejan brotar la confianza, mejor no removerlos.

Boca no jugó tan mal frente a Banfield. Pero retrocedió un par de casilleros. El gol de Chávez quizá haya convencido al entrenador de que las rachas venturosas no se las combate.