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El genio invariable

BUENOS AIRES -- Se cumplen diez años del debut de Messi en el Barcelona. Tenía apenas 17 años cuando el entrenador Frank Rijkaard lo mandó a la cancha en reemplazo de Deco, en la victoria 1 a 0 ante el Español.

Aquella vez jugó sólo diez minutos, pero sus antecedentes en La Masia permitían vaticinar que haría historia. Su talento impar ya era legendario entre quienes frecuentaban el semillero.

En efecto, los hechos no hicieron más que confirmar los pronósticos. En esta década, Messi se dedicó a acumular récords, a colmar su legajo de números asombrosos. Cuatro veces Balón de Oro, tres veces Pichichi y seis campeón de la liga, ganador de tres Champions y de dos Mundiales de Clubes, entre otras hazañas. Y quizás este fin de semana le arrebate a Telmo Zarra el título de máximo goleador del torneo español. Le faltan sólo dos goles.

De su reinado en el club catalán acaso deba mencionarse la etapa de Pep Guardiola a cargo del plantel como la más prolífica. La más redonda de Messi. Cierto ajuste posicional (el traslado desde el extremo derecho al centro del ataque) benefició sus dotes de goleador.

Pero la verdad es que el equipo entero, donde Messi era el plus sobrenatural, funcionaba como un bellísimo instrumento de precisión. Con toda razón, para muchos, aquella larga primavera del Barça fue la cima de la historia del fútbol.

Más allá de la mano sabia y de la perspectiva táctica revolucionaria de Guardiola, Messi ha cambiado poco y nada. No sólo desde su debut en Primera, sino desde sus palotes en las divisiones menores de Barcelona.

Si se observan los videos de la infancia de Leo, no cuesta reconocer la gambeta seriada, vertiginosa, que luego se hizo costumbre. La resolución de conflictos del mismo modo empecinado. La apuesta a la acción descomunal como un reflejo rutinario. Desde niño ha sido un futbolista exuberante, genialmente ajeno a las supuestas conveniencias, a las variaciones de adversario y escena (y probablemente al resultado). Idéntico siempre.

Como si en La Masia, además de la Hormona del Crecimiento Recombinante que le facilitó una estatura anatómica aceptable, le hubieran aplicado un chip con un programa inalterable, a prueba del tiempo. Algo de automático existe en la obstinación de Messi por jugar cada vez de la misma manera. Aun ante un equipo aficionado como la selección de Hong Kong.

Tener un socio simétrico como Neymar no le afecta el libreto que desempeñaba con sus compadres históricos, Iniesta y Xavi, en los tiempos dorados en que eran los vértices mágicos del Barcelona. Neymar multiplica las virtudes de Messi (está casi a su nivel), pero no lo transforma, no lo somete a adaptación.

Incluso el perfil modesto se mantiene como en los comienzos. La fama no se le subió a la cabeza, se quedó ahí en los pies. No se ha vuelto más expansivo, por más que quieran verlo líder del modo tradicional. Quizá tiene mayor aplomo y madurez, pero lo que contagia entusiasmo entre los compañeros, lo que los sostiene moralmente es, como hace diez años, contar entre sus filas al número uno.

Inducir a Messi a socializarse en extremo es casi conspirativo. Leo no puede distraerse ordenando el equipo, dándole palmadas de aliento a Piqué o lanzando puteadas didácticas a los que aflojan en las difíciles.

Messi reclama un coto sin filtraciones, el escenario solitario en el que se busca el trance. Él, de todas maneras, contempla la cancha entera. Hay que dejarlo pensar, dejarlo encarar tozudamente desde cualquier latitud. Así responde al instinto. No se trata de egoísmo sino de peculiaridades de funcionamiento de alguien con capacidades superiores al resto. No le pidan a Messi el panorama controlador de los estrategas. Es más que suficiente todo lo que hace, ¿no?

Diez años de Messi. Y esto recién empieza.