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El Gran Pez

El Puma Montecchia fue homenajeado el pasado viernes en Bahía Blanca Gentileza Martín Gálvez para Gente de Básquet

Alejandro Montecchia toma el micrófono y observa. Descansa la mirada y se entrega a lo que está sucediendo alrededor. Está listo para decir sus palabras, pero se toma un pequeño respiro que enmudece la expectativa generalizada.

Las luces apuntan directamente hacia él. El estadio Osvaldo Casanova se sumerge en la oscuridad y anticipa lo que va a pasar. Son dos o tres segundos que enaltecen el personaje. El recuerdo dispara diez años atrás, en aquel pase diagonal, lacerante, que conectó a dos amigos en una autopista hacia la eternidad. Luego, el abrazo, la euforia, el éxtasis.

Montecchia, entonces, ensaya sus primeras palabras. La incomodidad de la emoción siempre lo ha perturbado, pero esta vez entiende que es necesario. Inevitable. Por primera vez en años comprende que el círculo se ha completado. Curiosamente, se contradice con el público, porque no se detiene en aquel célebre pase. Sus pensamientos viajan hacia la calle Salta y descansan en Bahiense del Norte. Así ha sido antes y así será después.

El Puma permite que sus facciones se hagan flexibles. Las pupilas se dilatan y el fuego que se derramó por años en su iris se humedece. El público se detiene ahora en la medalla de oro y lo entiende como la conquista del Gran Pez. Durante años, Montecchia tuvo que vivir con eso. Pero ya no. La desdicha es una cruz pesada, pero el éxito también acarrea sus propias condenas.

Montecchia habla y agradece. En su humildad, en su entereza, entiende lo que está alrededor como la causa de su éxito. El esfuerzo y la convicción fueron los ejes para conducir al triunfo anhelado, pero nadie -ni nada- parece estar destinado a alterar su esencia.

Montecchia levanta los brazos y el público estalla en aplausos. Él hubiese preferido otra cosa, pero el reconocimiento es un premio que llega sin perseguirse. El jugador sobrenatural jamás logró vencer al hombre de carne y hueso. En una mesa de amigos, Montecchia nunca recurrió a las armas de la soberbia o el agrande para sacar chapa en una discusión. Le cuesta hablar porque posee la cualidad que le pertenece a los sabios: escuchar antes de emitir opinión. Informarse para luego sí despertar la lengua de fuego que quiebra las injusticias.

Montecchia siente como las piernas le tiemblan y no entiende qué es lo que está pasando. Él, que fue capaz de vencer dos veces a los monstruos estadounidenses, que sobresalió en la final de Atenas 2004 como el mejor jugador, ahora apenas se puede tener en pie. Él, que le dijo que no a la NBA en un gesto de fidelidad que contradice a los tiempos que corren, que tuvo que convivir con la condena de elegir -y por ende de descartar- siente que todo ha llegado al lugar preciso. Al momento perfecto.

Montecchia ya está listo para irse y con él se lleva camisetas, fotografías y lo mejor de todo, reconocimiento. Porque él lo merece. Más que nadie. Porque si cualquiera de nosotros hubiese podido elegir ser campeón olímpico de algo, de lo que fuere, la elección sencilla hubiese sido ser Montecchia. Ser como Montecchia, con todo lo que eso significa. Impasible ante los poderosos, inmune a la riqueza desmedida, amante de las pequeñas costumbres. De la familia, de los amigos. De lo simple, que lejos está de ser una simpleza.

Montecchia se va y se despide del Gran Pez. No se trata de la medalla de oro, sino de él mismo. O, mejor dicho, de una parte de él, aquella que lo obligó a desatar su propia conquista interior para ganarle, durante algo más de tres años, a la obsesión de lo que pudo haber sido. Como el capitan Ahab en Moby Dick, Alejandro deja salir, de una vez por todas, al jugador que tuvo encerrado. Lo libera de manera definitiva. Para siempre. Lo ve escapando en el río, allá lejos, mientras él descansa en la orilla.

Su historia, su gran historia, inspira un nuevo comienzo. El hombre que ganó todo regresa a sus raíces.

El reposo del guerrero, entonces, es un premio merecido.