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La derrota cultural

BUENOS AIRES -- Gerardo Martino tendrá mucho que reflexionar luego de la eliminación de su equipo en la Champions League. Y, en primer lugar, deberá comprender que fue una derrota cultural. Quizá circunstancial, pero derrota cultural al fin.

Porque si algo logró el Atlético de Madrid fue llevar al adversario a una lenta rendición. Fue como si hubiera mellado una a una sus convicciones hasta hacerlo desistir de sus herramientas futbolísticas históricas. Hasta obligarlo a asumirse como un equipo ordinario.

Los hombres conducidos por Simeone colonizaron a su adversario. Con su enjundia (que complementa méritos pero no gana por sí sola campeonatos como quiere hacernos creer Fernando Niembro), el alboroto del público acicateado por el DT y una voluntad defensiva inquebrantable. No mucho más. Con eso, desactivaron la cátedra catalana.

El Barcelona terminó tirando centros tristes, inverosímiles. Repitiendo un inventario básico, como el dueño de casa, pero sin su confianza en los procedimientos.

Fueron doce minutos de presión de parte del local. Un vendaval que clausuró la salida del Barça. Pero luego cedió el campo, abandonó toda ambición de gol y contaminó el partido de pobreza, apenas disimulada por el despliegue físico.

Ante ese escenario, el visitante, muy en contrario a su reconocida actitud, renegó de su estilo y no se rebeló jamás ante la adversidad de un rival áspero.

Barcelona ha tenido cientos de rivales ásperos que le plantearon laberintos defensivos para neutralizarlo. Siempre ha combatido esa estrategia con la paciencia de su toque profundo, con la coordinación prodigiosa de sus piezas. Y por lo general, los resultados fueron satisfactorios.

Esta vez no creyó en esos argumentos. Mantuvo ciertas formalidades, ciertos gestos tibios como la salida corta (pero imprecisa y por lo tanto peligrosa), insuficientes para conservar la identidad.

Dio la sensación de que los futbolistas repetían sin energía un libreto ajeno. Sólo Neymar y por momentos Iniesta se apartaron de esta mirada escéptica. Imposible esperar eficacia cuando se juega con escaso entusiasmo. El problema adicional es que el Barça no tiene plan B y acaso es hora de ir dándole forma.

Un buen ejemplo del alma maltrecha del equipo catalán es su máxima insignia. Lionel Messi jugó mal. Casi tanto como Mascherano y Dani Alves. Era difícil que prosperara su gambeta y su sprint fulminante en el último tramo de la cancha si el desánimo lo dominaba. Si iniciaba las jugadas con la liviandad del que se entrega de antemano.

Messi se pareció al de aquella etapa polémica en la Selección. Ausente, falto de compromiso, reticente a buscar la pelota, sumiso ante los defensores. Irreconocible, pues su marca de fábrica es la persistencia. Afrontar la espesura por acá y por allá. Hasta que se abran las aguas o hasta morir en el intento.

El asunto no es que el Barcelona jugó muy mal. Que perdió ante un equipo que ha hecho de sus límites un manifiesto. Que ha sistematizado la mediocridad. El asunto es que desechó su lenguaje, el modo de jugar que lo llevó a ser lo que es. Terminó hablando la jerga del vencedor. Y mal. Esa es la peor imagen que puede dejar una derrota.