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Adulterio perfecto: la suerte y el Atlas

LOS ÁNGELES -- Tan ocupado con sus calamidades y con inmortalizar el castellano, Miguel de Cervantes nunca pensó el mal uso de una buena reflexión suya: "Esta que llaman por ahí suerte, es una mujer borracha y antojadiza, y sobre todo, ciega, y así no ve lo que hace, ni sabe con quien se enreda ni a quien derriba".

Y esa perjura ebria, como la llama el fascinante alquimista de El Quijote, se arrojó solazada a los brazos del Atlas, y en el lance amoroso tendió y tundió al América. 2-1. La lógica también se fue de farra.

América topó de frente con dos adversarios: un Atlas hecho un remolino de ahínco y enjundia, y los postes, que arruinaron lances desesperados de Chucho (Benítez) y Chicho (Mina), además de un remate que merecía el diploma jadeante del gol a un disparo deslumbrante de volea de Sambueza.

Encima, la perorata de Tomás Boy, lanzando dardos de complejo de culpa al arbitraje, equilibró la balanza: una falta que la nitidez de la cámara Phantom consolida como justicia, significa el penalti que consumaría Omar Bravo. El arbitraje salió prejuiciado ante los prejuicios de 17 equipos respecto a su solidaridad con el América. Y cobró uno y pagó el otro.

Pero al margen de la brutal descripción de Cervantes sobre la beoda, facilona, casquivana y cortesana suerte o fortuna, el Atlas merece su propia condecoración.

Es decir: hablar de méritos es un discurso en el limbo, es jugar ajedrez en un tablero sin cuadros. La simpleza que otras veces abona el América es ahora argumento del Atlas: los goles son obras y consecuencias, no merecimientos.

En ese sentido, Voltaire habría levantado la bandera rojinegra: "suerte es lo que sucede cuando la preparación y la oportunidad se encuentran, se comprometen y se fusionan".

Y Atlas hace tropezar al América, anhelante de mantener en el arranque del Clausura 2013, la perfección, como paliativo a sus imperfecciones competitivas en los últimos 15 torneos de ayuno campeonil.

Los Zorros, por su parte, dejan un testamento, un contrato, un compromiso y un juramento en la cancha: no pueden, no deben, aunque quieran, jugar menos de lo que mostraron ante las Águilas, porque entonces serían expuestos como gambusinos oportunistas, como mercenarios advenedizos de 90 minutos ante el equipo más odiado, y al que habrían utilizado para pervivir de ello aunque mueran en el descenso.

Lo que abrillanta el triunfo rojinegro es precisamente la perseverancia y la oposición del adversario. América colaboró para que el encuentro pasara de pasionalmente instintivo a vorazmente disputado, y en el que fue más el nerviosismo del árbitro o el afán de prevenir para no lamentar, lo que ocasionó las tarjetas amarillas, pues hubo más reciedumbre que vulgar violencia.

Atlas respira, suspira y aspira. Parecía condenado a muerte, pero Tomás Boy ha transformado al grupo en el vestidor y al equipo en la cancha, a pesar de la poca colaboración de directivos descarados que no pagan sueldos, no pagan servicios, no pagan impuestos y se regodean de vivir cínicamente con los vicios denigrantes de otras administraciones.

Al América se le viene encima otro condenado a muerte: el Querétaro, y después los Xolos de Tijuana, que pretenden sumar seis o siete victorias, según lo revelaba Antonio Mohamed, para poder cumplir compromisos, pero sobre todo satisfacer ilusiones, en la Coipa Libertadores.

¿A destacar? Omar Bravo. Sus últimos torneos apestaban al formol del retiro. Era un apestado al que su promotor lograba colocar de manera inverosímil y sospechosa desde Tigres a Cruz Azul, y al llegar al Atlas fue vilipendiado y castigado por su pasado con Chivas. Hoy la afición rojinegra se cobija en el derecho que tiene a la amnesia, para perdonarle a este jugador de cuna y sangre enemiga, que quiere convertirse en su salvador.

Y curioso: la suerte que desvalijó al América, bailó el vals de los milagros con el Atlas: el tiro de Millar, al poste ¡y sí entró!; y el penalti de Omar se enreda fugazmente en los pies de un Moisés (Muñoz) que no pudo salvarse de las aguas del infortunio.