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La constancia dorada de Raúl González

ESPN

Para poder besar la gloria de una medalla dorada, Raúl González caminó y caminó... Dio tantos pasos antes de llegar en primer lugar a la meta en Los Ángeles 1984 que, según sus cálculos, habría podido darle tres vueltas a la circunferencia de la Tierra. Sí, algo así como 123 mil kilómetros acumulados en las mañanas y las tardes de cada día, de cada semana, de cada mes... Es una distancia inimaginable que pone en números el esfuerzo de un atleta.

Además de eso, González cumplió también con una carrera llena de paciencia y disciplina, dos virtudes necesarias para el éxito olímpico. Hizo su debut en Munich 1972, pero no pudo subirse al podio; compitió también en Montreal 76 y en Moscú 80, pero tampoco cumplió su objetivo de colgarse una medalla. Nunca se desanimó.

De la mano de su entrenador, el histórico polaco Jerzy Hausleber, llegó afinado a su cita con la historia en los Olímpicos del 84. Y empezó a cumplir su destino muy pronto. Primero, en la caminata de 20 kilómetros. Es 3 de agosto y Raúl llega a la meta solo después de Ernesto Canto (recién fallecido). La fotografía es extraña, con un podio conformado en su mayoría por mexicanos. González tiene una dedicatoria especial para su padre Heriberto, fallecido unos días antes de aquellos Juegos. Una parte de la dedicatoria al cielo está cumplida, pero quiere más.

Llega el 11 de agosto de aquel 84. En la prueba más larga y extenuante, la de los 50 kilómetros, Raúl emprende un ritmo que quema la gasolina de todos. En el kilómetro 30, solo el italiano Mauricio Damilano lo sigue de cerca, pero sus pasos empiezan a rezagarse en el pavimento hirviente.

Raúl sigue y llega al estadio solo con sus pensamientos. Pasa por su cabeza el recuerdo de su padre, los músculos acalambrados y los miles de kilómetros llenos de sacrificios que caminó para llegar ahí. Después cruza la meta y su camino va hacia otro lugar. Hacia el Olimpo, donde solo se recompensa a los más constantes y disciplinados.