<
>

Campazzo se ríe

Facundo Campazzo se ríe. Está en la línea de tiros libres, a punto de recibir el balón. El Poliedro de Caracas es un maremoto de gritos recurrente, hostil, con más de 13.000 gargantas ilusionadas en desviar el tiro del pequeño armador.

Un pique. En el banco de suplentes, Luis Scola, el líder del equipo argentino, contempla la escena y trata de esconder los fantasmas -sus fantasmas- que le indican que otra vez no ha sido su noche. Cinco faltas y a cobrar. Julio Lamas, mientras tanto, relaja sus manos en la cintura y anticipa el lanzamiento con algún comentario para sus dirigidos. Gira, habla, vuelve a girar sobre sus pies. Sabe que no ganará demasiado con palabras, que el partido ya está escrito y que sus acciones son tan metódicas como involuntarias. Una herramienta para combatir los nervios.

Campazzo hace el segundo pique. El reloj del estadio indica que restan un poco más de dos minutos por jugar y que el partido está igualado. El reloj interno del base de Peñarol entiende otra cosa: ha llegado su momento. De nuevo, Scola. En el banco de suplentes, toma una toalla y se para. Se vuelve a sentar y vuelve a ponerse en pie. La comodidad del descanso jamás ha sido tan incómoda.

Campazzo detiene el tiempo al levantar el balón. Sus manos no muestran signos de cansancio. La pelota siente la caricia y luego las pupilas del hombre clavadas en sus gajos. El Poliedro ya no es el Poliedro y las 13.000 gargantas mutan en silencio. Campazzo se ríe. Sí, se ríe. ¿De qué se ríe Campazzo? No es una risita nerviosa. Es un gesto casi imperceptible; descubre un par de dientes y la chispa se extiende hasta llegar a sus ojos.

De nuevo, algo va a pasar. No sabemos a ciencia cierta qué, pero serán 120 segundos diferentes a los 2280 que los precedieron. Campazzo luce pequeño al lado de sus compañeros. También de sus oponentes. Sin embargo empieza a cobrar valor. En la acción de transformación de oruga en mariposa, anota sólo uno de dos lanzamientos. No importa, porque a la siguiente jugada, convierte un triple con un dejo de inconsciencia propia de un joven diferente.

Scola ya no se vuelve a sentar. Está parado y lo acompaña Juan Gutiérrez. Las toallas se agitan de nuevo, como ayer, como hoy, como siempre. Campazzo se acerca y los dos grandotes lo felicitan a los empellones, como dos especies maduras orgullosas de su cría. Campazzo se ríe. Una vez más.

En el camino, comete errores. Es una bomba atómica de 1.77 mts que aún debe aprender a canalizar su entusiasmo para que el equilibrio se sostenga. El aprendizaje llega con las horas de vuelo. Este momento, sin embargo, ha sido elegido con maestría, porque la inyección se desparrama como un virus contagioso a todos los que están alrededor. Compañeros, rivales. Selem Safar, Marcos Mata, Pablo Espinoza y Gutiérrez, ahora en cancha, hacen un click. Campazzo empuja y arrastra. Es un desparramo de coraje que hace que la pelota de Venezuela sea una esfera de fuego y la de Argentina un bollo de papel.

El peso del partido ha cambiado de manos. Los 14 puntos de diferencia a favor del local se han esfumado en cuestión de minutos, porque el conjunto albiceleste ha equiparado las acciones con la perseverancia del cantero que trabaja la roca. Triples de Espinoza, Safar y Campazzo. Argentina tiene menos centímetros, pero sin embargo empieza a ganar los rebotes que se le negaban en los 30 minutos anteriores. El partido, pese a todo, no está terminado, porque Venezuela lucha con uñas y dientes por un resultado que, en los días venideros, será fundamental.

Gutiérrez anota dos tiros libres y el equipo de Néstor García tiene el balón para acercarse a un punto (71-75). Lamas avisa, con la seguridad de un ajedrecista adiestrado, que no quiere corte con falta. La posesión se calienta y llega a los segundos finales, más precisamente a 13. Rafael Pérez se levanta para tomar el tiro y Campazzo, ladrón de guantes blancos, le extirpa el balón para correr hacia el otro costado.

Argentina va a ganar. Argentina gana. Argentina ganó. Campazzo levanta sus brazos y esta vez no se ríe. Lo vienen a abrazar sus compañeros. Lo felicitan, le palmean la espalda, pero nada. La adicción al triunfo está saciada. El momento Campazzo ha terminado. El base ha hecho, en definitiva, lo que siempre hace: disfrazarse de ilusionista y aparecer en el momento preciso para que el truco funcione. "Esto es un equipo, es trabajo grupal. Cualquiera de los doce
que está en este plantel es capaz de responder de esta manera", dice.

Los periodistas se acercan para hablar con él. Los fanáticos, rebosantes de entusiasmo, preguntan cuándo llegará la NBA. Campazzo contesta, adentro y afuera. Como cuando debutó en Peñarol, como cuando tuvo que tomar la base del equipo marplatense ante el retiro de Tato Rodríguez, como cuando viajó a los Juegos Olímpicos de Londres para combatir a los monstruos más poderosos.

Campazzo se ríe. De la situación, de él, y de los escépticos.

Ayer, hoy, siempre. Una vez más.